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El horóscopo de los reyes

Los astrólogos han ocupado un lugar privilegiado en los puestos de confianza regios, detrás de barberos y ayudas de cámara. El destino estaba en sus manos
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Los astrólogos han ocupado un lugar privilegiado en los puestos de confianza regios, detrás de barberos y ayudas de cámara. El destino estaba en sus manos
En los archivos regios, la astrología, por increíble que parezca, ocupa un lugar destacado a continuación de los barberos, ayudas de cámara y cirujanos de Su Majestad. Debemos remontarnos a finales del siglo XIV para hallar uno de los casos más pintorescos de esta costumbre palatina tan supersticiosa: cuando al nacer Carlos I de Orleáns en París, el 24 de noviembre de 1394, el mismo que combatió con Juan Sin Miedo en la sangrienta Guerra de los Cien Años, «se extrajo, según costumbre, su horóscopo y el astrólogo estimó feliz presagio el del astro que presidía su natalicio», como atestigua el biógrafo P. Champion, en su «Vie de Charles d’Orleáns».
No constituía en modo alguno una excepción. Hasta el rey Carlos V de Francia (1337-1380), apodado el Sabio y el Prudente, primogénito de Juan II el Bueno y de la princesa Bona de Luxemburgo, no tomaba jamás una decisión importante sin consultar a su astrólogo particular. Si examinamos el «Catálogo de los principales astrólogos que han gozado de reputación en Francia bajo el gobierno y reinado de Carlos V», de C. Leber, comprobamos que era así.
Pese a que el principal consejero de este monarca francés fuese Gervasio Chrestien, que enseñó a su señor los fundamentos de esta ciencia sin relacionarla con los sucesos cotidianos de la vida, fue en la práctica un italiano, Nicolás de Pagnica, a quien se dio todo el crédito en la Corte tras sus atinadas predicciones con motivo del nacimiento del duque de Borgoña.
Chrestien, aun así, ilustró al soberano sobre los entresijos de la astrología, escudado en su decanato de la Facultad de Medicina de París y en su condición de primer médico de Carlos V y canónigo de París, entre otros títulos, como el de arcediano de la Iglesia de Chartres.
La esposa de Carlos VII, María de Anjou, contaba también con los servicios de un astrólogo. En su caso, se trataba de Juan Lorgemont, uno de los empleados mejor pagados de palacio, a juzgar por las cuentas de la reina donde se consignaba la suma de «diez libras tornesas en un escudo de oro que la citada dama ha entregado en moneda contante» como importe de su pensión de cuatro escudos mensuales que ella le pagaba para «conservarlo honrosamente a su servicio», tal y como consta en el curioso artículo de A. Sal, titulado en castellano «Astrólogos del rey y de la reina».
Añadamos que los astrólogos, precisamente, predijeron al futuro Carlos VII que su estatura y fuerza serían medianas; así como su gran pasión por la caza, a semejanza de tantos Borbones de España, sus largas travesías marítimas y la continua acechanza de peligros. Solo si lograba superar los obstáculos, advertían los adivinos, aumentaría su riqueza en la ancianidad, vencería a todos y cada uno de sus enemigos y disfrutaría de gran prosperidad. Llegaron a decir que viviría setenta años –se equivocaron, pues murió habiendo cumplidos los cincuenta y ocho–, que los jueves y viernes serían sus días propicios y que debía guardarse de los martes. En una carta de Pedro de Ailly, cardenal de Cambrai, dirigida al teólogo y filósofo Juan Gerson, se trata de la afición que desde su misma Regencia ha dado muestras Carlos VII por la astrología. El príncipe de la Iglesia se preocupa en esa misiva de los peligros de la superstición, de los cuales recomienda mantener alejado al monarca. Gerson, en su celo de poner en guardia al rey sobre los graves riesgos de esos estudios, compuso su «Trilogium Astrologiae». Pero aun así, Carlos VII hizo caso omiso y siguió rodeándose de astrólogos en los momentos decisivos de su reinado, llegando a contratar a siete por lo menos. Por no hablar del primer astrólogo y médico del rey Luis XI, Arnoul de la Palu, que percibía 200 libras nada menos de pensión anual; igual que Pedro Chomet, médico y astrólogo de 1469 a 1480, que recibía la misma cantidad que Palu sin perjuicio de otras gratificaciones extraordinarias. El «Registro y estado de partida de los funcionarios de la Casa del Rey» para los años 1480 y 1483 menciona a tres más designados también como médicos: Jehan de Orleáns, Francisco Paternostre y Jacques Cadot.
Luis XII tenía también el suyo: Anthoine de Plamelet; y el de Francisco I era el célebre Akakia, que en realidad se llamaba Sin Malicia, nombre que él tradujo del griego para evitar equívocos. Algunos monarcas creían así ciegamente en el destino marcado en las estrellas.
Catalina de Médici siempre fue muy supersticiosa y concedió gran credibilidad a los astrólogos. Cierto es también que su yerno Enrique IV se sometió a esta misma práctica supersticiosa al nacer su hijo, pues encargó al doctor Boch Le Baillif, señor de la Rivière, que elaborase el horóscopo de su descendiente y sucesor en el trono. El adivino se asustó tanto de lo que creyó ver entonces en los astros, que se negó a revelar detalle alguno al rey. La astrología estaba entonces en auge en toda la Corte. El propio médico del delfín de Francia, Juan Heroard, consignó por escrito que el alumbramiento de María de Médici tuvo lugar «a las catorce horas en la luna nueva, a las diez horas y media y medio cuarto». ¿Cabía una precisión mayor? Entre tanto, la reina preguntaba en los intervalos de sus dolores de parto por el estado de la luna.
@JMZavalaOficial

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