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El judío que obligó a Spielberg a rodar "La lista de Schindler"

Se reestrena en cines, con motivo de los 25 años de su estreno, este inmortal testimonio del holocausto, la película más personal y emotiva del director, que tardó años en decidirse a realizarla y que fue un éxito no exento de polémicas
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Se reestrena en cines, con motivo de los 25 años de su estreno, este inmortal testimonio del holocausto, la película más personal y emotiva del director, que tardó años en decidirse a realizarla y que fue un éxito no exento de polémicas.
No fue hasta tiempo después que Europa y, por extensión, el mundo entero, fue capaz de representar el horror del lager, de mirar a los ojos a la constatación más palmaria del fracaso de la civilización occidental. Durante unos años, incluso décadas, después de la liberación de los campos de concentración, un manto de silencio volvió a recubrir aquellas imágenes dantescas. Hubo, por supuesto, testimonio casi a pie de fosa: libros como «Si esto es un hombre» (Primo Levi, 1947), informes, juicios, documentales como «Noche y niebla» (Alain Resnais, 1955). Otras iniciativas, así, un documental sobre Bergen-Belsen, Dachau y Auschwitz para el que fueron comisionados Alfred Hitchcock y Sidney Bernstein en 1944, no vieron la luz hasta 70 años después. La necesidad de dar testimonio de lo ocurrido se batió en los primeros tiempos con el pudor, la incredulidad y la urgencia de pasar página, obviando incluso lo acaecido, negándolo. Al igual que sucede con los individuos aquejados de estrés traumático, que misteriosamente encuentran en su cabeza el mecanismo para defenderse del dolor en el momento inmeditamente posterior, Europa se decidió por la amnesia. Luego vendría el trauma, años, décadas después.
E
l manto de silencio y sobre todo el tabú de la representación en imágenes del Holocausto empezó a levantarse con cuentagotas. Y quizás el hecho de poder acercarse cada vez más impúdicamente al fenómeno era la prueba tajante de que el mundo comenzaba a pasar página. Acostumbrados a la actual sobresaturación de nazis y la sobreesposición de los campos de concentración y la persecución de los judíos, un tema que en las últimas décadas se ha tratado desde el humor («La vida es bella») a la sátira («Malditos bastardos»), cuesta creer que no fuera prácticamente hasta el tremendo éxito de «La lista de Schindler» que se levantara la veda.
Acercamiento al lager
Hasta «Kapò» (1960), de Gillo Pontecorvo, no encontramos un acercamiento ficcionado en el cine al lager. Por supuesto, al italiano le llovieron las críticas, sobre todo, en relación a la electrocución de un personaje interpretado por Emmanuelle Riva en el alambre de púas de un campo. La crítica lo consideró impúdico, si bien Pontecorvo logró que su cinta entrara en la pugna por la mejor película extranjera en los Oscar. Y después también vendrían acercamientos tangenciales al drama de los judíos como la inclasificable «Portero de noche» o «La decisión de Sophie».
El proyecto de guionizar la historia de Oskar Schindler, el magnate filonazi que acabó salvando a 1.2000 judíos del exterminio, nombrado Justo entre las Naciones, venía sobrevolando los estudios de Hollywood desde los 60 quizá al calor del filme de Pontecorvo. Poldek Pfefferberg, uno de los «judíos de Schindler», residente en Los Ángeles en aquella época, hizo todo lo posible porque la historia llegara a oídos de los productores. Sin embargo, Hollywood (y Spielberg la primera vez que se le habló del proyecto) no estaba preparado. La muerte de Schindler en el año 74 parecía cerrar la vía cinematográfica; sin embargo, seis después se abría una puerta a la memoria del «Noé de los judíos»: Thomas Keneally publicó un libro con documentos que daban fe de aquella extraordinaria historia de fraternidad en medio de la hecatombe y que pocos conocían en aquel entonces. A partir de ahí y hasta 1992, Pfefferberg llamó una vez por semana al teléfono de Spielberg. Una década insistiendo puntualmente para que el director más famoso de la Meca del cine narrara en imágenes como nunca antes se había visto el lamento del pueblo de Israel y la mirífica intervención del alemán que le salvó la vida. Cuando a Spielberg le tocó el turno de subir al escenario para recoger el Oscar no se olvidó de agradecérselo a Pfefferberg. Sin él, el mundo entero no habría conocido a Schindler ni Spielberg hubiera encontrado una historia tan personal como universal con la que medir su genio.
Pero lo cierto es que el director, de familia judía asquenazí, nunca tuvo claro si debía abordar la historia. No se sentía capacitado. El proyecto fue pasando de manos: Polanski, Sydney Pollack, Scorsese e incluso Billy Wilder. Al final, Spielberg se decidió. La caída del Muro de Berlín venía poniendo desde 1989 el foco en el pasado de Alemania y el realizador sintió que le debía algo a sus antepasados y a las futuras generaciones. El año pasado, en un homenaje en el Festival de Tribeca por los 25 de la cinta (se reestrena el 28 de febrero en cines de España), Spielberg, que cambió el cine fantástico con «Jurassic Park», el de aventuras con «Indiana Jones» y la ciencia ficción, confesó que «nada en mi trabajo me ha hecho sentir tan orgulloso y realizado como esta película».
Sin embargo, Universal no es que apostara a tumba abierta por el proyecto: solo le asignó 22 millones de dólares, convencidos de que el cine sobre el holocausto no tenía tirón. Spielberg decidió no cobrar un duro por su trabajo como gesto ético. Tampoco él creía, por lo demás, que la historia de la destrucción del gueto de Cracovia (cuya secuencia final suponen 15 intensos minutos bajo la estremecedora música de John Williams) y la posterior salvación de los judíos del campo de concentración de Plaszow y Auschwitz, fuera a seducir al público de masas. Para colmo, se optó por el blanco y negro, un metraje final (210 minutos) que se antoja contraproducente y diálogos en cuatro idiomas: alemán, inglés, polaco y yiddish. A ello se sumaba la gran dureza de algunas imágenes, en especial, la liquidación del gueto, el miedo de los judíos en el interior de las «duchas» de las cámaras de gas o la vida insoportable en los campos de concentración, incluyendo al «kapo» pistolero Amon Göth que cada mañana se levantaba afilando su puntería contra los internos. Nunca antes se había retratado de aquel modo la shoah en el cine.
Doce nominaciones
A pesar de contravenir tantas reglas de oro del «blockbuster», «La lista de Schindler» fue un taquillazo inesperado: 320 millones de dólares, la rendición total de la crítica mundial, el aval de los dos puntales de la opinión pública estadounidense del momento, Bill Clinton y Oprah Winfrey, que animaron al país a llenar los cines, y hasta siete Oscar de doce nominaciones. Todo ello no evitó que la polémica rodease a la película, considerada hoy un clásico indiscutible. Desde los estamentos universitarios le llovieron críticas por ciertas apreciaciones históricas y también encontró las salvedades de cineastas de peso: para Godard el director se enriquecía con un material sensacionalista; Haneke se cebó con la escena de la ducha; y Claude Lanzmann, realizador del documental «Shoah», que muestra durante 10 horas el testimonio de los judíos, se postuló en contra de la representación del Holocausto y de lo que el consideraba un «melodrama kitsh». Entre la comunidades judía y la alemana se generaron respuestas más radicales. En el país germánico, supuso la reapertura de la herida del nazismo.
Con la película, el cine (y el mundo) perdió definitivamente el pudor para hablar sobre el genocidio nazi. Su éxito posibilidades tratar el holocausto, que la gran pantall explotaría a veces incluso yendo demasiado lejos. Vinieron «La vida es bella», «El pianista» y «El niño del pijama a rayas» como principio de una fiebre que se ha convertido en un cliché comercial. No obstante, el testimonio de Spielberg sobre Oskar Schindler quedará durante décadas como el más y hermoso retrato de aquella locura: «Mire. Esta lista es el bien absoluto. Esta lista es la vida. Más allá de sus márgenes se halla el abismo», dice Itzahk Stern en el filme.