El poder de una dama
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Un documental revela que Valencia fue el origen del ajedrez moderno, justo cuando se aprueba que el juego entre en los colegios.
Con la eterna batalla por demostrar cuál fue la verdadera patria de Colón, por ver quien posee más influencia en el Mediterráneo o, ya más actual, la lucha por la supremacía del aceite de oliva, llega la enésima disputa entre España e Italia: corroborar qué país revolucionó el ajedrez. Pues aquí –como en las otras ocasiones, que no se diga que no barremos para casa–, se puede decir bien alto que fue la poderosa Valencia del XV la que acogió el nacimiento de una nueva forma de jugar sobre las 64 casillas. Culpa, principalmente, de un segorbino llamado Francesch Vicent y del libro en el que recogió los avances que cambiarían su historia. La base estaba hecha; venía de lejos, de la India. Por aquellas tierras ya se jugaba, siglos antes de su llegada a la Península, a algo que llamaban chaturanga. Varios ejércitos se enfrentaban sobre un tablero con el fin de aniquilar al rival. Una mecánica, prácticamente igual, que con el paso de los años y de los lugares por los que se extendió fue puliéndose, unas veces como meras evoluciones del juego y otras como errores de traducción.
Un largo itinerario
De la India llegó a los persas y de estos a los musulmanes, que, como con otras tantas cosas, fueron los encargados de traerlo hasta España. Con el mapa peninsular partido en dos entre árabes y cristianos, los judíos que tenían un papel fundamental en ambos bandos, hicieron lo propio en este punto. «Muy probablemente fueron los que llevaron el ajedrez de un bando a otro», cuenta el director y guionista del documental que sigue la pista a Vicent –«La dama del ajedrez»–, Agustí Mezquida. El chaturanga, como ajedrez antiguo, ya estaba aquí. Las altas esferas se maravillaban con él y saber jugar era un símbolo de distinción. Había calado hondo. Sobre todo, en el mundo femenino, que empezaba a quitarse clichés del pasado y se abría paso en la sociedad. El «Libro de los juegos» encargado por Alfonso X a mediados del XIII ya recogía en sus ilustraciones la presencia de la mujer en un juego de mesa que empezó como espectadora, siguió arbitrando y terminó siendo la mano ejecutora; hasta se incluía aprender a jugar al ajedrez como una «cosa que hacer antes de casarse». Pero no sólo integró a ambos sexos, sino que hizo lo propio con musulmanes, judíos y cristianos. La paz que transmitía un juego lento y pausado era perfecto para socializar.
Sus fichas se movían con calma, de cuadro en cuadro. Las partidas se convertían en interminables y se alternaban con comidas, cenas, bailes, conciertos... Incluso los hubo que vieron en estas reuniones un momento perfecto para el cortejo y se convirtieron en el caldo de más de una relación extramatrimonial. No había ninguna prisa, tenían todo el tiempo del mundo para el ajedrez. Y las nuevas normas sólo eran futuro. La dama no era ni un proyecto, no había alfiles, el peón no coronaba... Eran otros tiempos.
Tanta pausa era algo que a ciertos jugadores les llegaba a aburrir y los árabes decidieron ponerse metas más cortas. Comenzaron a realizar los problemas que todavía se conservan en las páginas de los pasatiempos; tienes esta jugada y en un número exacto de movimientos debes resolverla. El ajedrez comenzaba a agilizarse. El juego pedía más vida y en Valencia se la iban a dar. Primero con «Scachs d’Amor», un poema de 64 estrofas de 1475 en el que aparece por primera vez la figura de la dama. El texto de Francisco de Castellví y Vic, Bernardo Fenollar y Narciso deVinyoles sustituía la vieja y lenta forma de la alferza por una todopoderosa reina, que podía ir de un lado a otro del tablero en un solo movimiento. Pese a que acabar con el rey seguía siendo el objetivo principal, ahora la pieza más fuerte era una mujer. Se representaba en el tablero parte de lo que estaba ocurriendo en la sociedad. Muchos apuntaron a que este cambio se inspiró en Isabel la Católica, pero, como explica Agustí Mezquida, eso es algo que sigue en el aire: «Teníamos la hipótesis de que ella había sido la inspiradora, pero no se ha podido demostrar. Sabemos que tuvo libros de ajedrez y que jugaba, pero no más. Hay investigadores que lo mantienen, pero la tesis general lleva al fenómeno social», a la vez que apuntaba que otra posible candidata fue la consorte de Alfonso el Magnánimo, María de Castilla.
Las bases de lo nuevo empezaban a asentarse, pero todavía quedaba el libro que marcaría el cambio total: «Llibre dels jochs partitis dels scachs en nombre de 100», considerado el primer libro que recogió las del ajedrez moderno y objeto de estudio del documental de Mezquida. Dos siglos son los que se lleva buscando un texto del que no hay más que las alusiones que se hacen en otros escritos. Fechado el 15 de mayo de 1495, el libro de Francesch Vicent es el que marca la nueva era; y de su autor, tan desconocido como su obra en la que presenta 100 problemas, poco más se sabe que nació en Segorbe y que «creció y vivió en Valencia».
La censura de la Inquisición
La revolución estaba ahí. Pero, ¿qué fue lo que cambió la forma de jugar? Con el fin de agilizar las soporíferas partidas y con la nueva reina, el alfil dejó de moverse como un caballo para trazar las diagonales tan largas como quisiera, se introdujo el enroque y se tocó la evolución del peón, o «pedone». Lo más bajo del tablero podría, desde ese 15 de mayo, llegar a convertirse en dama si alcanzaba el extremo contrario. Una revolución que iba a chocar con la mismísima Iglesia y hasta con la Inquisición. Eso de que la parte más débil de la pirámide llegue hasta arriba se podía dejar pasar, pero ahora se presentaban dos nuevos problemas. El primero era algo inconcebible, un peón (chico) se convertía en reina (mujer). Todas las manos de la Curia se fueron a la cabeza y cambiaron el «pedone» por «pedona», no fuera a ser que a alguien se le ocurriera pensar más de la cuenta y se plantease la transexualidad. Y en segundo lugar, y consecuencia directa de esta transformación, se planteaba a un rey con varias mujeres. El pequeño monarca sólo podía tener una esposa, la reina, por lo que mientras los países protestantes sí mantuvieron esta terminología, en los católicos fue el concepto de «dama» el que convenció.
El ajedrez moderno echaba a andar. Se había convertido en un juego más violento y competitivo. Se había logrado la ansiada agilidad y defenestrado a esos momentos de tranquilidad y cortejo. La mujer ya no se sentía cómoda y, aunque ahora gobernaba el tablero, abandonó su práctica. Mientras que los hombres se envalentonaban y usaban las 64 casillas para jugarse hasta la última moneda si era necesario. Algo que puede restituirse ahora, cuando se ha aprobado que el ajedrez entre en los colegios.