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El último día del Che

Medio siglo después de la muerte de Ernesto Che Guevara, uno de los grandes y no menos polémicos iconos del siglo XX, algunas circuntancias que rodearon su desaparición continúan siendo un misterio para algunos, como quién dio finalmente la orden de ejecutarlo, el presidente de EE UU o el de Bolivia
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  • David Solar

    David Solar

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Medio siglo después de la muerte de Ernesto Che Guevara, uno de los grandes y no menos polémicos iconos del siglo XX, algunas circuntancias que rodearon su desaparición continúan siendo un misterio para algunos, como quién dio finalmente la orden de ejecutarlo, el presidente de EE UU o el de Bolivia.
Sobre el lavadero, aún encima de las angarillas en que lo habían transportado, yacía un cadáver. Tenía el pecho y los brazos desnudos y se le apreciaban dos heridas: en el brazo, una, la otra bajo la tetilla izquierda. La cara serena, casi sonriente, los ojos, abiertos, el pelo y la barba, enmarañados. Evidentemente era Ernesto «Che» Guevara, aunque a su imagen de los posters universalmente difundidos le faltasen varios elementos: su guerrera, su gorra con la estrella de cinco puntas y el inseparable habano.
Esta escena constituía el epitafio de la guerrilla que el Che había organizado en la región del sureste boliviano de Ñancahuazú, en las estribaciones de los Andes, desde donde pretendía irradiar la revolución a Sudamérica, por más que sus amigos siempre hayan pensado que el Che presentía ese desastroso final antes de su llegada a Bolivia, en noviembre de 1966. Fue allí a crear una guerrilla por hacer honor a su compromiso de suscitar un levantamiento universal contra Estados Unidos, algo que plasmaría en una frase poética creada, precisamente, durante la lucha en Ñancahuazú: «¡Cómo podríamos mirar el futuro de luminoso y cercano si dos, tres, muchos Vietnam florecieran en la superficie del globo con su cuota de muerte y de tragedias inmensas, con su heroísmo cotidiano, con sus golpes repetidos al imperialismo, con la obligación que entrañaría para éste la dispersión de sus fuerzas, bajo el embate del odio creciente de los países del mundo!». Pero, después de su experiencia guerrillera y de haber recorrido medio mundo viviendo de cerca decenas de conflictos, no podía ignorar sus escasas oportunidades de éxito. Para sus íntimos, «fue una especie de suicidio planificado. Algo claro en su subconsciente: persiguió su utopía hasta la muerte en vez de envejecer tras un escritorio como un gordo y ufano líder comunista».
Ernesto Guevara de la Serna (Rosario, Argentina, 14 de junio de 1928-La Higuera, Bolivia, 9 de octubre de 1967), de familia burguesa venida a menos, médico de carrera, de ideales socialistas por familia, vivió en su juventud viajera por media Hispanoamérica la miseria, la desigualdad, las esperanzas reformadoras abortadas por golpes militares, la opresión estadounidense, y se fue radicalizando y convirtiendo en un revolucionario dispuesto a tomar las armas porque, como escribe Avilés Farré, «solo la fuerza armada revolucionaria podría garantizar el cambio necesario». Estaba naciendo el Che que se consagraría como nombre de guerra en la revolución cubana, vivida de principio a fin, desde el desembarco del Grama en 1966 hasta su entrada triunfal en La Habana el 3 de enero de 1959. Convertido en la mano derecha de Castro, Guevara dirigió el Instituto Nacional de la Reforma Agraria, el Banco Nacional, el Ministerio de Industria y recorrió medio mundo recabando ayudas. Es la época de la confrontación cubana con Estados Unidos, del desembarco anticastrista de Bahía de Cochinos, de la amistad con la URSS de Nikita Jrushchov y de la «Crisis de los misiles» (1962), en la que la claudicación final soviética indignó a Fidel y al Che.
A partir de entonces, el Che evolucionó hacia el idealismo revolucionario, mientras Fidel lo hizo hacia el posibilismo. Eso lo les distanció, aunque los motivos concretos no los aclaró Guevara y tampoco Fidel, que le sobrevivió 49 años. En la primavera de 1965, Guevara desapareció de Cuba. En 1966 luchó en el Congo junto a los lumumbistas y, a final de año, se le vio por última vez en La Habana. Allí, quizá acuciado por Castro, que le prefería lejos, preparó la operación de Bolivia, para la que contaría con el PC boliviano, que, finalmente, lo abandonó.
La CIA detectó al Che a finales de 1966 y envió boinas verdes para instruir a los «rangers» bolivianos. Al comienzo se apuntó varios éxitos, pero quedó aislado política y materialmente y en mala situación táctica, encajonado en las quebradas de Ñancahuazú. Escaseaban los alimentos, las armas, y debía ocultarse de los campesinos convertidos en informadores del Ejército. Comenzaron el descontento, las deserciones y el pesimismo. Por eso, al arrancar la primavera de 1967, recibió con alegría al escritor comunista francés Regis Debray, que pasó algunos días en la selva. Pero Debray fue detenido al abandonar Bolivia y se supo hace unos años que, durante los interrogatorios, mencionó datos que permitieron identificar la región.
Alcanzado en una pierna
Al final del verano comenzó el acoso. Los «rangers», apoyados por consejeros de la CIA, cerraron al Che en una serie de quebradas. El día 8 de octubre trataron de escapar, pero solo lo lograron los enfermos enviados por delante mientras el resto cubría la retirada. Uno de ellos, Harry Villegas, contó más tarde: «Creo que él hubiera podido escapar (...) Cuando comienza la persecución se detiene y dice a los enfermos que sigan. Entretanto el cerco se va cerrando. Sin embargo, los enfermos logramos salir porque el enemigo fue más lento. El Che aguantó a los que venían en la persecución, pero cuando fue a continuar quedó cercado...».
El tiroteo duró unas tres horas. Al cabo, alcanzado en una pierna, y con tres muertos y dos heridos en sus filas, se rindió y todos fueron conducidos a la escuela de Higueras. El resto de la partida escapó, pero uno de ellos fue capturado horas después y compartiría la misma suerte del Che; los restantes fueron copados y abatidos el día 12. La noticia llegó de inmediato a La Paz. El presidente Barrientos se lo comunicó al de Estados Unidos, Lyndon B. Johnson, y se desconoce si la orden de eliminarlo se dio en Washington o en La Paz. El capitán Gary Prado, que se hallaba presente, declararía años después: «La decisión fue tomada por Barrientos, el comandante supremo Florencio Aribando y el jefe de las fuerzas conjuntas, general Torres. Hacerle un juicio hubiera le dado una gran plataforma propagandística».
Pero la decisión fue mucho más turbia. El 9, por la mañana, el Gobierno boliviano anunció la muerte del Che, aunque aún seguía vivo; la orden de ejecución la dio el presidente Barrientos a mediodía, y hubo participación norteamericana pues allí estaba el agente de la CIA, Félix Rodríguez. Al cabo de 22 años, éste declaró al periodista Claudio Gati: «Mandé a Terán que cumpliera la orden. Le dije que debía dispararle por debajo del cuello porque tenía que parecer muerto en combate. Terán pidió un fusil y entró en la habitación (...) Anoté en mi cuaderno: hora 13:10 del día 9 de octubre de 1967» («Cambio 16», diciembre de 1989). De esa implicación existe una nota definitiva: en su informe a la CIA, desclasificado a 25 años de los hechos, en 1993, Félix Rodríguez escribió: «Me dirigí al sargento Terán que sabía que iba a ser el verdugo y le dije: “Hay instrucciones de su Gobierno de eliminar al prisionero”. Me puse la mano en la barbilla: “No le tire de aquí para arriba, sino hacia abajo, pues se supone que ha muerto a causa de sus heridas en combate”. Era, aproximadamente, la una y al cabo de unos 10 minutos escuché una ráfaga corta».
Pero, para entonces, era una noticia menor, ya que existía la versión del propio Terán a «Paris Match» en el décimo aniversario: «Dudé 40 minutos antes de ejecutar la orden. Fui a ver al coronel Pérez con la esperanza de que la hubiera anulado, pero se puso furioso... (...) Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo: «Usted ha venido a matarme». Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder. Entonces me preguntó: “¿Qué han dicho los otros?”. Le respondí que no habían dicho nada y él contestó: “¡Eran unos valientes!”. Yo no me atreví a disparar. En ese momento vi al Che muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el Che podría quitarme el arma. “¡Póngase sereno –me dijo– y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!”. Entonces di un paso atrás, hacia la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en el hombro y en el corazón. Ya estaba muerto”».

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