Terrorismo yihadista
En el agujero negro de la ratonera afgana
Desperta Ferro edita un volumen en el que William Dalrymple profundiza en la primera invasión británica sobre Afganistán para frenar la amenaza rusa en la India.
Desperta Ferro edita un volumen en el que William Dalrymple profundiza en la primera invasión británica sobre Afganistán para frenar la amenaza rusa en la India.
«Habéis traído vuestro ejército a Afganistán, pero ¿cómo pensáis sacarlo de aquí?», le dijo el Khan de Qalat al diplomático británico Alexander Burnes, en marzo de 1839, antes de que atravesaran el paso de Bolan, al sur del país. La frase se ha venido repitiendo hasta hoy: los británicos la escucharon en sus tres guerras afganas del siglo XIX, los soviéticos en su invasión de 1978 y las fuerzas Internacionales de Asistencia a la Seguridad (ISAF), desde hace 16 años. La histórica frase del Khan de Qalat viene a propósito de la llegada a las librerías españolas de la obra de William Dalrymple «El retorno de un rey. La aventura británica en Afganistán 1939-1842» (Desperta Ferro), una celebrada obra de este historiador escocés, especialista como nadie en la historia afgana, a la que aquí ha contribuido con una explicación comprensible de cómo se desarrolló «El gran juego», el entramado de relaciones internacionales y locales durante la confrontación de los intereses británicos y rusos en Asia Central; una narración con momentos de viveza comparable a la que imprimió Rudyard Kipling –primer premio Nobel británico, 1907– a «Kim de la India» (Vicens-Vives); un libro enriquecido por decenas de citas literarias afganas, absolutamente novedosas en el mundo occidental. Y, fundamental, un texto en el que se entremezclan las intrigas y aventuras de los agentes de Londres y de Moscú, seres fantásticos cuyos servicios constituían la vanguardia de los intereses de aquellos imperios: aventureros con corazón de león y astucia de zorro, dominadores de las lenguas locales, tejedores de intrigas y, a veces, tan enamorados de aquellas culturas que se convirtieron en avanzada de su investigación, como Henry Rawlinson, padre de la asiriología y descifrador de la escritura cuneiforme o Charles Masson, primer arqueólogo de la cultura budista de Bamiyan y formidable coleccionista numismático de Asia Central.
Napoleón estaba obsesionado con quebrantar el poderío inglés. Como no pudiera hacerlo por mar y careciendo de flota para invadir las islas británicas, pensó arrancar las raíces de su prosperidad arrebatándole la India, perla de su Imperio. Emulando a Alejandro Magno, lo intentó en 1798, en su expedición a Egipto como base para alcanzar la India. La derrota de su escuadra en Abukir frustró ese intento, pero no lo olvidó.
En julio de 1807 firmó con el zar Alejandro I de Rusia el Tratado de Tilsit, una de cuyas cláusulas secretas era el ataque franco-ruso a la India a través de Persia y Afganistán. El espionaje británico se enteró y Londres decidió concertar una alianza con Shah Shuja, el monarca afgano, lo cual es mucho decir porque los monarcas de aquellas tierras –a la sazón la dinastía durrani- lo eran con el consentimiento y apoyo de los diversos jefes (khanes o janes) de las diferentes etnias (pastunes, tayicos, hazaras, uzbecos, baluchis...) y tribus (por ejemplo, los sadozais son pastunes, lo mismo que sus rivales, los barakzais), señores de sus aislados valles separados por las altas montañas de las estribaciones de Himalaya. Esto es fundamental en esta historia, en la que los británicos tardaron en comprender que el trono de su aliado Shuja –un sadozai– estaba en el aire y que el hombre fuerte era Dost Mohammad –un barakzai–.
La amenaza napoleónica sobre la India fue efímera, pero no el compromiso británico con Shah Suja –un hombre tal culto y refinado como ceremonioso y desafortunado–, que fue arrojado del trono y deambuló de tribu en tribu hasta que, consumida su fortuna y sus tesoros, únicamente se vio seguro bajo la protección británica en Ludhiana. La Compañía británica de las Indias Orientales sostuvo su ridículo boato para utilizarlo como títere en los juegos de poder de la zona y hasta le financiaron tres expediciones militares que terminaron como el rosario de la aurora.
Desaparecido Napoleón siguieron los desvelos británicos para proteger la perla de su Imperio y mediados los años 20 vieron crecer la amenaza de Rusia que, tras batir a turcos y persas, se estaba expandiendo hacia el sur con tanta rapidez como la Compañía ampliaba dominios e influencias hacia el norte. Lord Ellenborough, ministro de la India y presidente de la Compañía, lo tuvo claro enseguida: «Nuestra política en Asia debe seguir un único rumbo: limitar el poder de Rusia».
Comenzaba la lucha por Asia Central, pugna conocida en Gran Bretaña y el mundo occidental como «El gran juego» y en Rusia como «El torneo de las sombras». No hubo una confrontación militar directa ruso-británica, sino una lucha de agentes, espías, reyezuelos –marionetas– financiados y armados, a los que se lanzaba contra los intereses del rival. Se luchaba por la expansión territorial con sus materias primas, sus mercados y sus ejes estratégicos, uno de los cuales era la salida a un mar cálido para la escuadra rusa, recluida en mares helados parte del año y solo con una base de toda época, en el mar Negro, pero cuya salida era otomana y estaba vigilada por los buques británicos del Mediterráneo.
El gran juego es el meollo de «El retorno de un rey»: la rebatiña ruso-británica para obtener el apoyo el monarca afgano, Dost Mohammad a la sazón, y los errores de dos británicos, Lord Auckland, Gobernador general de la Compañía en Calcuta y su consejero jefe, William Macnaghten, cuya ignorancia sobre los asuntos afganos era clamorosa.
Organización desastrosa
En 1837, la porfía de dos agentes singulares ante Dost Mohammad, se decantó a favor del ruso-polaco Ivan Vitkevitch, cuyas promesas de dinero, armas, influencia y presentes fueron inalcanzables para Alexander Burnes desautorizado por Calcuta. El consejero Macnaghten, desoyendo las recomendaciones de su agente, persuadió al Gobernador de que la situación era altamente peligrosa pues los persas, instigados por los rusos, estaban a punto de tomar la ciudad de Herat, en el occidente afgano, al tiempo que Dost, con dinero y armas rusas, atacaría a Ranjit Singh, maharajá del Punjab, uno de los peones de la Compañía. Con estos datos Lord Auckland decidió atacar Afganistán, estableciendo una alianza con Singh y con Shuja, que sin dinero, armas o soldados solo podía aportar su nombre, como mal disimulada marioneta de los intereses británicos.
El desastre organizativo fue absoluto: los políticos no sabían dónde se metían; había generales indisciplinados y fatuos, como Cotton, o incompetentes, como Elphistone o Shelton, que contrarrestaban la capacidad de otros, como Nott o Pollock; los aliados eran desconfiados y de capacidad dudosa, como el perezoso príncipe Timur Singh, jefe de las fuerzas del Punjab, o Shuja, que olvidaba su desairado papel acentuando su boato. La mala organización acumuló meses de retraso, sometiendo al ejército anglo-indio de la Compañía a una travesía agotadora y mortífera del desierto que separaba el Indo del paso de Bolan, «la boca del infierno», con escasez de agua y víveres, pues gran parte de los camellos transportaban el equipaje de la oficialidad (el general Cotton necesitaba 260 camellos y no había un subalterno con menos de media docena; la bodega de la oficialidad requería 300 camellos...).
Y lo peor es que cuando comenzó la marcha el Gobernador y su consejero sabían que aquello era un sinsentido: los persas habían levantado el cerco de Herat, el embajador ruso en Teherán había sido sustituido, lo mismo que Vitkevitch, su agente en Kabul. La amenaza rusa había sido conjurada por medios diplomáticos, pero, Lord Auckland pensó que ya que todo estaba dispuesto ¿Por qué no cubrirse de gloria en aquella campaña?
Y por un momento pareció que iba a lograrlo. Pasadas las penalidades del desierto y del desfiladero todo pareció fácil: Kandahar les abrió sus puertas, Gazni resistió poco y ante el avance británico, Dost Mohammed se dio a la fuga y Kabul se entregó el 7 de agosto de 1839. No hubo una recepción triunfal, por el contrario, según un oficial británico: «Más que la entrada de un rey en la capital parecía un cortejo fúnebre» Sólo Shuja parecía feliz, aunque contrariado por el deterioro de su antiguo palacio.
El Gobernador Auckland fue incapaz de vislumbrar que la fácil victoria no suponía la pacificación del país y su sumisión a los intereses de la Compañía. Resolvió dejar allí una fuerza de 4.500 hombres a las órdenes del irresoluto general Elphistone, sin proveerle de fondos para construir un campamento fortificado y restaurar la ciudadela, y se retiró con el resto a la India para preparar una campaña en China. Y el rey Shuja, ya sexagenario, también abandonó su helada capital en noviembre para pasar el invierno en el más benigno clima de Jalalabad.
Y ahí quedó el éxito. Luego, a partir de 1840, salvo en contadas expediciones de castigo, las armas británicas se mostrarían impotentes para controlar la general sublevación dirigida por el hijo de Dost Mohammed y el 6 de enero de 1842, ante su insostenible situación, Elphistone decidió evacuar Kabul y dirigirse a Jalalabad con soldados, familias y población euro-india. Atacados sin tregua fueron pereciendo todos ellos. Una semana después, desde las murallas de Jalalabad vieron aproximarse a un maltrecho jinete caballero sobre un jamelgo agotado: era el doctor Brydon, superviviente único de la guarnición de Kabul.
Entretanto, Shuja seguía en la capital, esperando el apoyo británico y tratando de sostener el trono haciendo equilibrios entre varias facciones. El 4 de abril decidió trasladarse a Jalalabad y organizó un gobierno en funciones mientras se hallara ausente, pero en sus designaciones cometió un error pretiriendo la posición de una de las familias. No se lo perdonaron. El 5 de abril, su ahijado, Shuja al-Daula, el perjudicado, interceptó la comitiva y asesinó a su padrino al grito «Concédeme ahora una capa honorífica». Un final muy afgano para el último rey de la dinastía Durrani. Sus herederos no lograron mantenerse en el trono ni medio año.
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