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Esa comedia blanca

larazon

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Hay una escena que es casi inolvidable en la película «Lío en los grandes almacenes», estrenada en 1963, hipnótica por su simpática genialidad, con un Jerry Lewis pulsando una máquina de escribir como si siguiera el ritmo de la pieza instrumental compuesta por Leroy Anderson en 1950 que suena de fondo. Aquel era un humor fácil de despreciar; un actor haciendo el payaso, poniendo muecas, apareciendo continuamente con cara de asombro, de susto, de vivir en el absurdo absolutamente. Y sin embargo, en los años cincuenta o sesenta, ese modelo cómico funcionaba como una máquina de música y escritura perfectamente engrasada. Humor fácil de rechazar por su apariencia infantiloide, pero tan vívido, tan universal, tan entretenido. Sacaba el niño que llevábamos dentro, y deslumbraba a los niños convertidos en risueños espectadores. Lewis representó a la perfección la antigua tradición del «slapstick» y el absurdo, de esos gags visuales que marcaron toda una época en el cine mudo y cuyo legado podría verse después en películas brillante protagonizadas por este comediante como fue «El botones», tan deudora de la herencia que había dejado Chaplin, uno de los cómicos, precisamente, que en algún momento se rindió al buen trabajo de este insólito actor. Qué época dorada aquella, que vio a otros actores de vis cómica maravillosa, como el Peter Sellers de «El guateque», desternillante en su torpeza e ingenuidad, o el Danny Kaye que, como encantador musicólogo que se enamora de la pareja de un gánster o se convierte en boxeador que baila tontamente frente a su contrincante, despertaba tanta hilaridad como ternura. Ese era el sempiterno territorio cómico de Jerry Lewis, el de todas las edades, el que se ha extendido desde aquella comedia blanca y se aprecia en las nuevas generaciones: en el histrionismo de Jim Carrey o en los cariacontecidos rostros propios de un hombre convencional, algo desconcertado y resignado, de los filmes que precisamente ahora protagonizan actores como Adam Sandler o Will Ferrel. Ese tipo de comedia también era, no lo olvidemos, una manera de decirnos que la vida es una fiesta, o un chiste continuo, que no cabe tomarse demasiado en serio. E incluso dejaba entrever cierta moralidad en algunas de sus cintas: «El profesor chiflado» no sólo era la versión de un señor Jekyll y doctor Hyde que en realidad constituía una manera de decirle al espectador que todos tenemos al seductor y al tímido dentro, sino que sugería que la belleza y el culto a la imagen eran imposturas; que el profesor que se tomaba un brebaje y, de pronto, sin previo aviso, resultaba un atractivo conquistador que podía convertirse en un farsante si le daba la espalda a lo auténtico, a la bondad honesta, a la pura humanidad.