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Europa, un gigante con pies de «Barro»

La Joven Compañía presenta la primera pieza de una tetralogía que busca detenerse en la identidad de un continente que arrastra algunos de los problemas que enfangaron el siglo XX. Primera parada: la Gran Guerra
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La Joven Compañía presenta la primera pieza de una tetralogía que busca detenerse en la identidad de un continente que arrastra algunos de los problemas que enfangaron el siglo XX. Primera parada: la Gran Guerra.
Definía André Breton la Gran Guerra como «una cloaca de sangre, imbecilidad y fango», porque no hay testimonio de los allí presentes que, entre el espanto y las penurias, no se pare en otro aspecto icónico del conflicto: el lodazal en el que se convirtieron las trincheras, primero, y el continente, después. En él también se detuvo Gabriel Chevallier, en «El miedo» (1930): «Comprendo el fatalismo al que se abandonan mis camaradas, en esta guerra sin fantasía, sin cambios, sin paisajes nuevos, esta guerra de sufrimientos oscuros en medio de la mugre y el barro». J. C. Peterson tampoco pudo evitarlo en su descripción de la batalla de Aisne, cuando, tras dos días intensos de lluvia, el cielo les dio un descanso. «El mundo debería parecernos maravilloso», escribía en su diario, «pero la verdad es que es algo indescriptible (...) Todos los setos rotos y pisoteados, la hierba machacada sobre el barro, agujeros donde han caído las bombas, las ramas arrancadas de los árboles por las explosiones. Por todas partes los signos despiadados, duros y sombríos de la batalla y la guerra. Ya no puedo más». O cuando Sigfried Sassoon habló del «infierno», aunque «ellos lo llamaron Passchendaele [batalla de Ypres]», escribía: «Fue entonces cuando una explosión golpeó las repisas de madera, que me hicieron caer en un lodazal sin fondo y perdí la luz».
Final de los imperios
Siempre el fango como protagonista clave e involuntario. Allí quedaron inutilizados los carros de combate y las armas, y en él se atraparon caballos y combatientes hasta la muerte. Ahora es ese mismo barro el que da nombre al montaje que La Joven Compañía presenta en Canal (de hoy al 23 de diciembre en la Sala Negra). La primera pieza de una tetralogía que pretende reflexionar sobre la identidad de la Europa que se ha ido moldeando a lo largo del siglo XX y que han escrito a cuatro manos Guillem Clua y Nando López: «Con el auge de los totalitarismos y nacionalismos empezamos a preocuparnos de que esa idea que nos vendieron se está desbordando. Entonces, nos fuimos atrás en el tiempo para ver cuándo había empezado todo y llegamos hasta el fin de los imperios y, por tanto, origen de los Estados modernos», cuenta Clua. Ya en tiempos de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), se toparon con «una imagen recurrente en las cartas de los soldados y en los ensayos filosóficos: el barro». Una suciedad palpable, pero también metafórica en referencia a la destrucción de un pueblo que quedó reducido al fango originario, o a ese coloso con pies de barro que surgió en Versalles (1919) y que demostró ser ineficiente con el estallido de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). «También la suciedad que quedó en el alma», añade José Luis Arellano –director del montaje–: «En la degradación moral de los personajes, unos chavales».
Los mismos jóvenes que encaraban el nuevo siglo con el optimismo de entrar en una era a estrenar y que vieron rotos todos sus sueños. Es el argumento de una obra que mezcla a franceses, alemanes, ingleses y rusos en el campo de batalla: «Quienes, a pesar de la violencia de un conflicto que se alargaba trágicamente, se mantenían en pie de esperanza, aferrados a la posibilidad de sumar frente a la evidencia de la desunión. Se creían que iban a cambiar el mundo, tenían futuro por delante y chocaron con el horror», cuenta un Guillem Clua que ha levantado la historia «a partir de los testimonios personales de los muchachos de la contienda, pero sin hacer teatro documental porque todo está ficcionado».
Aun así, esas palabras con las que se encontraron llevaron al equipo de La Joven a trazar un paralelismo inevitable hasta el presente, explica Arellano: «No cuenta nada diferente a lo que podríamos recoger hoy. Niños que crecen con la idea de comenzar un viaje heroico en sus vidas hasta que se dan de bruces con la realidad. Eso fue lo que supuso para muchos la crisis de los Lehman Brothers –continúa–. Nos vimos inmersos en un proceso vital dentro de un mundo distinto al de nuestros padres, más precario y con ideas más agresivas y enfrentadas entre sí». Y Clua le da la réplica: «Da igual que sea 1914 que 2018, al final son vidas truncadas. Nos ha sorprendido cómo hablando de la Gran Guerra podemos tocar temas que hoy se viven a diario. Evidentemente no estamos en un conflicto de esas magnitudes, pero sí dentro de la precariedad laboral y de un contexto político radicalizado en el que no somos más que marionetas. Todo eso está en “Barro”», explica el autor.
Cuarentones defraudados
Charlar con Arellano y Clua es hacerlo con dos «cuarentones» –lo dice el segundo– desilusionados con aquello que les vendieron. El montaje «refleja esa pérdida de fe, no religiosa, de la Generación X. Cuando éramos pequeños nos contaron que estábamos en la Europa del progreso, nos lo creímos y lo compramos. Lo que pasa es que los jóvenes de hoy no lo han visto», se enrabieta Clua. Es el cabreo que quieren llevar a escena. La urgencia por contar a los adolescentes que tengan «cuidado». «Hay que contárselo», añade Arellano. «En los 80 y en los 90 parecía que no existían las fronteras, que los territorios eran comunes y que ni el dinero ni el idioma eran impedimentos para nada. Ahora todo eso se ha dado la vuelta y estamos volviendo a una época que no debería interesar», concluye el director.
Son las razones para desdoblar la historia y homenajear, cien años después del final del conflicto, a las voces que lucharon por vertebrar una idea de Europa que siempre acaba encontrando su más íntima razón en la cultura, «es el arma porque la política está dejando mucho que desear –comenta Clua–. Solo así evitaremos caer en reincidencias». Ya lo dijo Mark Twain: «La historia no se repite, pero rima».