Francisco Rico: «En España hay una desalfabetización general»
El cervantista recupera en una edición bilingüe en latín y castellano los poemas de «Carmina Burana», las composiciones satíricas y amorosas de los goliardos o clérigos vagabundos de la Edad Media.
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El cervantista recupera en una edición bilingüe en latín y castellano los poemas de «Carmina Burana», las composiciones satíricas y amorosas de los goliardos o clérigos vagabundos de la Edad Media.
Francisco Rico recupera este volumen, de compleja andadura encima, que reúne la poesía goliardesca de «Carmina Burana». El académico, de una inteligencia casi provocadora y más amigo del humor de «El Lazarillo de Tormes» que de las bromas que asoman en «El buscón», comenta las idas y vueltas de estas zarandeadas páginas y también algún que otro tema que sale al paso mientras aguarda a que empiece el pleno de la Real Academia Española.
–¿Sabe usted que este libro me lo «piratearon»?
–Es que hoy no se puede fiar uno ni de los editores.
–Fue un tal Ruiz Portella. Hice esta traducción para una colección de libros un poco picarescos que creaba Tomás Salvador, que era un policía de Barcelona y un buen narrador, y que la ilustraba Alberto Blecua, un muy buen dibujante de cosas graciosas, no serias. Se hicieron dos o tres ediciones, pero como luego sucede con los títulos de fondo, se olvidaron, porque los sellos están pendientes de las novedades. Al cabo de varios años de la última edición original, la de Seix Barral, resulta que sale esta «pirata», escaneada, con erratas monstruosas y, encima, lo reimprimen. Siempre me he preguntado quién tuvo la iniciativa. Sospecho de un tipo medio mafioso que andaba por una editorial y tuvo la idea de pasárselo, «pirateándolo», a este editor, pero no lo he sabido nunca y no puedo acusar a nadie.
–¿Un disgusto?
–¡No! ¡Me encantó! Me gusto mucho. Me hizo gracia que me «pirateasen» un libro, página a página. Eso quiere decir que había gustado. Qué más puedo querer.
–Los «Carmina Burana»... ¿literatura transgresora?
–Estos goliardos existen en la misma medida que los bohemios en el siglo XIX. Son una gente de ese calibre, pero de ahí a que se piensen ellos como un club, una secta... pues, no. Jugaban a hacerse el proscrito y el marginal, pero, a pesar de ser críticos con la autoridad religiosa o la situación política, eran personas profundamente religiosas. Su crítica es en nombre de los ideales evangélicos. Nada subversivo en otro sentido. Exigen fidelidad al cristianismo en el sentido más generoso y amplio.
–¿Echa en falta hoy una poesía crítica?
–Pues mire, estas composiciones podrían equipararse un poco con la poesía social de hace unas generaciones, de tiempos de Blas de Otero y Gabriel Celaya. Es cierto lo que dice. Una cosa que lamento es que ya no se cultive la poesía jocosa, satírica. Y lo siento porque soy muy bueno en eso (se sonríe). Es la única poesía que escribo. Teníamos a Nicanor Parra, un genio. Pero la crítica con buen humor, aparte de Luis Alberto de Cuenca, que hace cosas parecidas, y Ángel González, en general, tiene poco éxito. Está Sabina, que ha entrado en el club, pero son poetas que tienen autoridad por otras razones, no por el cultivo de esta poesía.
–Los goliardos eran cultos.
–Han leído a los clásicos latinos... Hay un momento en que la literatura latina medieval se deja infiltrar por la oral y vulgar. Lo más llamativo es su ritmo. Es una de las claves por las que es tan popular la composición de Carl Orff.
–¿Todavía se aúna lo culto y lo popular en nuestros días?
–Hablamos de poesía... La poesía durante siglos ha sido una forma: métrica, rima, estrofa... Dentro de eso, puede haberla buena o mala, pero por definición tiene una marca formal. Esto se ha perdido. Hoy la poesía no es la forma. Es igual que en el arte abstracto, que viene del figurativo. Pero sucede otra cosa: se ha empezado a leer poesía en traducción. Esto tiene virtudes y ofrece satisfacciones, pero es contradictorio. Como se produjo la rebelión frente al verso tradicional y ahora hay muchas traducciones, la poesía ya no es forma, es el fondo; una manera que parece significativa. El cambio es radical. La poesía era forma. Hoy, fondo.
–No le veo convencido con este cambio.
–No, no... y todos lo hemos hecho y lo admitimos, pero es una mutación sustancial. Son cosas distintas. No me diga que es lo mismo Velázquez que Tàpies. Eso sí, están en la tradición, forman una cadena. Ningún poeta de verso suelto le hablará mal de Garcilaso o Góngora, los apreciarán, pero ellos harán algo distinto.
–¿Leer traducciones afecta a la novela? Veo que se ríe...
–La proliferación de traducciones tiene sus consecuencias en el español y en el uso del lenguaje por los novelistas en un sentido: en la novela cuentan los usos del lenguaje y en la traducción todo palidece. Cuando se han leído muchas traducciones se desvanece el gusto de usar la lengua como elemento de la narración. Pero esto, claro, no hay que confundirlo con la maldad de quienes dicen que la prosa de Javier Marías parece a veces una traducción del inglés. ¡En absoluto!
–En el prólogo afirma que los lectores podrán entender este latín. ¿Está seguro?
–Con la cantidad de cosas que hay que saber, pues no saber latín no es grave, pero no lo es materialmente, porque espiritualmen-te, si uno tiene en cuenta el papel del latín en la vida europea, no solo en la iglesia, sino que Rousseau escribe una parte de su obra en latín y Rimbaud todavía escribe poesía latina, es una pérdida de tradición sensible. Si me preguntaran qué hacer con el latín en el bachillerato, insistiría en que fuera una asignatura optativa, pero no obligatoria.
–¿Algún goliardo diría «portavoza»?
-¡Ah, sí! ¡Estoy encantado con «portavoza»! Porque, en primer lugar, es una tomadura de pelo de Irene de Montero. ¿Fue ella?
–Sí, aunque la política española goza de una larga tradición en este asunto.
–Pues está muy bien. Lo dice para provocar. Lo de nosotros y nosotras, sí que es fuerte. Pero «portavoza» me encantó. Yo propondría que entrara en el diccionario... ¡¿Por qué no?! Es un chiste y una provocación. Y, además, Irene Montero es guapa, que haga lo que quiera.
–¿Qué opina de la política sobre el español y el catalán?
–Todo eso es mentira. La inmersión, más que preocupación por el destino del alumno, es una imposición de que esto es un solo pueblo y que quien manda aquí es la minoría catalana. Pero la otra parte también es mentira. Todos quieren imponerse aquí, cuando lo fácil sería que en Cataluña, donde todos saben castellano y la inmensa mayoría catalán, se dejara un libre mercado. No pasaría nada. Todos sabrían catalán y castellano. Yo no tuve una escuela catalana y aprendí catalán. El bilingüismo es de toda la región. Las lenguas han convivido sin problemas. Lo que se ve es una lucha política por imponer una solución que no tiene en cuenta la realidad y la utilidad de la enseñanza, sino un acto de afirmación de poder.
–La crisis económica se ha llevado consigo varias generaciones de lectores.
–Eso es una pena. Es terrible. No tengo solución para los libreros ni los editores. Para los estudiantes vengo proponiendo una lectura a través de fragmentos. Todos tenemos hoy una cultura hecha de fragmentos. En vez de que los alumnos lean «El Quijote», que sería un disparate, presentarles unas partes divertidas, breves. Relacionarlos con una parcela de la historia para que echen vínculos entre unas y otras. Hay que presentar la literatura en pequeñas dosis, fragmentariamente, como ahora llegan los mensajes.
–¿Qué ha pasado en España para que los estudiantes no puedan afrontar la lectura de clásicos, como ocurría antes?
–Hay una desalfabetización general. En primer lugar, porque los medios de comunicación y de conocimiento cada vez son menos escritos y más visuales y orales, con una escritura que no es la escritura propiamente dicha, como eslóganes... Eso ha hecho perder hábito lector igual que el ordenador ha hecho perder hábito de escritura. Mi originales los daba a la imprenta a mano. Ahora soy incapaz de escribir cinco líneas, una carta, a mano. He perdido la escritura.
–A eso se une la pérdida del humor que apuntaba antes.
–Sí, se ha pedido el sentido del humor en la vida pública. Nadie se atreve a hacer un chiste y, muchos menos, en el Parlamento. Cualquier ilusión irónica hay que explicarla luego y decir que es irónica. En la vida pública no existe el humor. No es que antes haya habido mucha presencia, la verdad, pero ciertamente es así. Todo se toma literalmente. Además, las lenguas técnicas matan el uso espontáneo de la lengua.
–¿A qué se refiere?
–La gente solo sabe de lo suyo. Los lenguajes y los conocimientos cada vez están más limitados a un área, y el humor pide saltar de una a otra. Sobre lo tuyo no es fácil hacer chistes y si te los cuentan en referencia a otra área, no los entiendes. El lenguaje que posee la gente que solo sabe de lo suyo no se presta al humor.
–Pasados los años, ¿qué idea le ha quedado del centenario de «El Quijote»?
–Los centenarios son pompas de jabón, juegos artificiales, pero ha tenido consecuencias positivas. En la biblioteca clásica de la RAE estarán las obras completas de Cervantes. No las había. Si algo va a quedar será eso. Tampoco creo en lo demás. Yo creo en los libros. Lo demás es pólvora. De ningún centenario hay que esperar mucho.
–¿España sigue siendo un país de Quijotes?
–Mire, cada uno de nosotros somos Don Quijote por una razón: todos tenemos objetivos y soñamos con conseguirlos, sean o no posibles. Nos enfrentamos a obstáculos que unas veces nos impiden alcanzarlos y otras, no. Vivir es hacer planes. Una de las razones por las que «El Quijote» es inmortal es que los hombres no pueden vivir sin ideales.
–A usted, el gran cervantista, en el fondo le gusta más la poesía que la prosa.
–(Risas). La poesía es más mía y la prueba es que he escrito bastante poesía para usos prácticos, las comidas de la RAE, epigramas... Me reconozco más como poeta que como prosista. Quizá me gusta más la prosa, pero me siento más poeta.
–¿Con qué mensaje de los goliardos se queda?
–Con la veleidad de la fortuna, que nada es previsible porque la vida nos lleva por donde no esperábamos. Y, también, el sentimiento de pérdida de la vida, del paso del tiempo, uno de los universales de la poesía.