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Fuego, camina conmigo: en contra de la cancelación

Son muchos los volúmenes que en estas últimas semanas denuncian la cultura de la cancelación. Hay una auténtica rebelión editorial sobre el asunto porque es difícil callar bocas que no quieren ser silenciadas
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¿Existe la cultura de la cancelación? Esa sería la primera de las preguntas a contestar, a la vista de la paradoja que supone ser el único fenómeno, junto con las denuncias falsas y la violencia vicaria ejercida por la mujer, que se permiten negar los que gritan «negacionismo» cuando no gritan «fascismo». Como en "El Club de la Lucha", la primera norma de los de la cultura de la cancelación es que no se habla de la cultura de la cancelación. La segunda: NADIE habla de la cultura de la cancelación. Así que la cultura de la cancelación no existe.
Pero, para no existir, muchos son los libros que se publican al respecto últimamente: «Cultura de la cancelación: No hables, no preguntes, no pienses», de Fernando Bonete Vizcaíno; «La cultura de la cancelación en Estados Unidos», de Costanza Rizzacasa d’Orsogna; «Les nouveaux inquisiteurs: L’enquête d’une infiltrée en terres wokes», de Nora Bussigny; o «Cancelado» de Carmen Domingo, entre otros. Que vienen a sumarse, además, a otros muchos escritos anteriormente y que, de un modo u otro, tratan el tema: «Arden las redes» o «La casa del ahorcado» de Juan Soto Ivars; «La libertad de expresión y por qué es tan importante», de Andrew Doyle, «La universidad de la posverdad» de Alejandro Zaera-Polo
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«Tengo la sensación”, explica Carmen Domingo, escritora y articulista, autora de uno de estos ensayos, el imprescindible ‘Cancelado, el nuevo macartismo’ «de que el gran problema es que no hemos sido capaces de explicar la barbaridad que supone esta cultura de la cancelación. Y la manera de hacerlo, creo, es con ejemplos y un lenguaje cotidiano. Y eso es lo que he intentado hacer: alejarme de academicismos y hablar sencillo». Y ese hablar sencillo, en su libro, es también un hablar directo. Por ejemplo: “(…) se ha instaurado la falta de debate público, la corrección política y, me atrevería a decir, el miedo a pensar y opinar, porque nadie se atreve a cuestionárselas en público, asumiendo la prohibición sin más, dejando muchas situaciones en manos del sinsentido. Un silencio, un miedo, que confirma que se ha impuesto la falta de diálogo, de discusión, de crítica, de debate frente a temas que, de un tiempo a esta parte, se dan por sentenciados y que «alguien» que asume que habla en nombre de «todos» es el encargado de imponer». Toma ya. Imposible decirlo más claro. La cultura de la cancelación, entonces, sí existe. «Claro que existe. Y no tiene nada que ver con la crítica o con la censura. Muchas veces se confunden los términos, no sé si a propósito, y llaman censura, por ejemplo, a que en un ayuntamiento no se programen actuaciones de aquellos con los que simpatizan, pero no les parece que lo sea cuando es al contrario, cuando a quien no se programa es a aquellos con los que disiente. Eso no es censura, como no lo es una opinión desfavorable expresada en voz alta. Cancelar consiste en machacar a alguien, normalmente en redes, para aniquilarlo públicamente. ¿Cómo hacemos eso? Pues juntas a unos cuantos en Twitter, menores de treinta y que no hayan leído mucho, que piensen lo justo y se crean un titular sin reflexión, y los predispones contra alguien. Creas ruido en redes. Y así consigues que la gente, por miedo, no opine, no diga nada, no se pronuncie. Si eres J.K Rowling te puede dar igual, claro. Pero si no lo eres, si tienes que buscarte la vida cada mes para publicar, no te puedes permitir heroicidades. Eso es lo perverso, que la cancelación tiene mucho de aviso a navegantes: mira lo que te puede pasar si te atreves a contradecir la opinión imperante. No todo el mundo se puede permitir el lujo de que te pongan determinada etiqueta o escriban al director de un medio a pedir que no te publiquen o que te despidan».
En «La cultura de la cancelación en Estados Unidos» de Costanza Rizzacasa D’Orsogna se apunta un matiz curioso: «Normalmente, quien se sitúa a la derecha del espectro político lo llama ‘cultura de la cancelación’, el abatimiento inmisericorde de individuos que se equivocan. Quien es de izquierdas habla, en cambio, de consequence culture (cultura de la consecuencia), de «malhechores» llamados a responder por sus propios comportamientos». Ambos enfoques se refieren al mismo fenómeno, ese por el cual un individuo es dilapidado por sus ideas, zarandeado por la jauría furibunda. «En la presentación en Barcelona del libro de Errasti y Marino Pérez, ''Nadie nace en un cuerpo equivocado'' tuvo que intervenir la policía», explica Domingo, «porque había amenazas de quemar la librería por parte de personas que, sin haberse leído siquiera el libro los acusaban de tránsfobos. La imagen de una librería hoy en día sitiada y amenazada de esa manera es, gráficamente, muy simbólica. Eso es la cancelación. Y claro que existe».
«Lo que es increíble”, prosigue Domingo, «la gran paradoja, es que este fenómeno surja de las universidades demócratas. Porque es de ahí de donde proviene, de las universidades de EEUU, para más tarde llegar aquí. ¿Cómo es posible? ¿Cuándo ha sido precisamente la universidad el lugar del pensamiento único? Es justo lo contrario, ese es el lugar del conocimiento. Esto supone una involución» Como lo supone que ese atentar contra las libertades, como la de expresión, venga precisamente de la izquierda. Una izquierda que la escritora y articulista define como «liquida» «Creo que hay una cosa que la izquierda debe revisar», indica, «y es esa superioridad moral en la que se mueve. Está convencida de que no está imponiendo sino educando. Y no es así. Usted puede creer que su pensamiento es mejor que el de otro, eso es entendible y lícito. Pero eso no invalida al otro pensamiento. A eso hay que sumar un sector político, además, que espera que no exista la pluralidad política, que no la contempla como aceptable».
En estas mismas páginas, hace unos meses, el profesor Alejandro Zaera-Polo, exdecano de la facultad de Arquitectura de Princeton y autor de «La universidad de la posverdad» apostaba por el «deber moral de seguir argumentando, defendiendo las ideas y buscando la moral» para desmontar este sistema. Veía cerca el fin. «La situación es tan disparatada», sostenía, «que tiene que caer por su propio peso. No es tan optimista Carmen Domingo: «No veo solución», confiesa. «Es algo muy de élites y se encuentra rodeado por una espiral de silencio, por miedo, que es muy difícil romper. Están ya en las universidades y las instituciones, discrepar se está convirtiendo en algo peligroso que te puede costar el puesto de trabajo, como le ha ocurrido a Juana Gallego. No estamos hablando de decir barbaridades que se sitúen fuera de la legalidad, hablamos de que es peligroso simplemente disentir».

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