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Gabo contado por Gabo

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Acabaron las noticias literarias de Gabriel García Márquez, con relato largo, «Memorias de mis putas tristes», que no convenció a casi nadie y que fue su último esfuerzo artístico. El hombre nacido en 1927 que trabajó como periodista malviviendo en su país, y luego en Europa, publicaría en 1967 «Cien años de soledad», un libro que «cambió también el destino personal de García Márquez, que dejó para siempre de ser sólo un escritor para convertirse en un mito, una leyenda, una figura pública que ya no se pertenecía a sí mismo», dice el estudioso José Miguel Oviedo. Esa trayectoria ya legendaria sería descrita en las memorias «Vivir para contarla» (2002), contradiciendo sus propias palabras: las que remitían a sus obras cuando se le preguntaba sobre su vida.
En ellas, el escritor recreaba la adolescencia colegial, los inicios periodísticos y el deseo de querer ser escritor en una Colombia desastrosa. Y recordaba el viaje que hizo con su madre a Aracataca en 1952 para vender la casa de los abuelos, donde había nacido; allí miró asombrado desde un tren la palabra «Macondo» en el cartel de una finca bananera. De esas imágenes obsesivas provenientes de la infancia se nutrirán sus famosas novelas y libros de cuentos como «Los funerales de Mamá Grande» (1962) o «La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y de su abuela desalmada» (1977). El más arraigado de esos recuerdos, el abuelo militar, que le enseña el mar y el hielo, de forma afín a la evocación del coronel Aureliano Buendía frente el pelotón de fusilamiento; la misma persona sensible que le acerca a las letras a los cinco años y a la vez es capaz de matar a un hombre. Ya lo dijo el propio escritor: «No puedo imaginarme un medio familiar más propicio para mi vocación que aquella casa lunática».
Se acostumbró, pues, a presenciar la vida de la superstición y la miseria, dejándose influir por las numerosas mujeres que tenía a su alrededor y con el trasfondo social de un conflicto obrero con la decadente industria bananera. Todo queda registrado en los recuerdos del niño que dibuja y pronto memorizará versos: los gallinazos que se pelean entre la basura inundarán las páginas de «El otoño del patriarca» (1974); el olor a almendras amargas del cianuro de un suicida será el mismo aroma del primer párrafo de «El amor en los tiempos del cólera» (1985), la historia de amor contrariado inspirada en sus padres y algún que otro familiar; «Mierda», la respuesta de su padre borracho a su mujer, que le pregunta qué quiere comer, pasará a ser la contestación postrera de su primera obra maestra, «El coronel no tiene quien le escriba» (1961), a la sazón un relato próximo a su propia vivencia, ya que esperó en vano un cheque cuando residía en París a finales de 1955.
Y mientras, las primeras lecturas importantes: «Las mil y una noches», «El Quijote», que le aburre al principio hasta que mucho después lo disfrutó: «al derecho y al revés hasta recitar de memoria episodios enteros»; estancias en diversos pueblos como estudiante y aprendiz de periodista que, en realidad, son pautas de transición para ese viaje a Aracataca donde descubrirá que la epopeya que le está esperando en la máquina de escribir la conoce desde que nació. El colegio jesuita de Barranquilla, el bachillerato en Zipaquirá, sexo en burdeles o con un par de mujeres casadas con las que padece algunos instantes comprometidos, la introducción en los círculos poéticos juveniles, la odiosa carrera de Derecho abandonada en Cartagena, el primer cuento en «El Espectador», y las oleadas de violencia de la Colombia de los años 1940-1960, que después recreará en «La mala hora» (1962). Es un momento de ansia cultural, de compartir películas y libros argentinos con los compañeros de redacción, de la aparición de Álvaro Mutis, su gran amigo, y de la noticia en 1949 de una niña a la que le creció el pelo veintidós metros, pese a llevar enterrada en un convento dos siglos, y que retomará para escribir «Del amor y otros demonios» (1994).
García Márquez quiere recuperar lo maravilloso, pero sólo lo entenderá a la vuelta del viaje con su madre, ya poseído por el deseo de «escribir o morir». El resto es la preparación necesaria gracias a Faulkner, «el más fiel de mis demonios tutelares», y otros autores norteamericanos (Hemingway, Dos Passos, Steinbeck) más Joyce, Kafka, Sófocles, Manrique, Dumas o V. Woolf; asimismo, observa las opciones literarias del periodismo, «hasta creer que novela y reportaje son hijos de una misma madre», y confirma la «supremacía del cuento sobre la novela» entregándose a la novela corta «La hojarasca» (1955). Pero siguen los problemas: «Era de una pobreza absoluta y de una timidez de codorniz, que trataba de contrarrestar con una altanería insoportable y una franqueza brutal», reconoce. Instalado de forma estable en Bogotá, «la ciudad más triste del mundo», ya será Gabo para todo el mundo, el que concibe «Crónica de una muerte anunciada» en 1953 a partir del homicidio de un médico conocido, aunque tarde casi treinta años en escribirla; el tipo curioso que entrevista en 1955 al único superviviente de un gran naufragio que luego cobrará forma de libro en 1970; el hombre descarriado al que le salva una corresponsalía en Ginebra y una última mirada, antes de ir al aeropuerto, de la que será la mujer de su vida, Mercedes.
Es la honda y triste soledad que llega hasta «El general en su laberinto» (1989) y que había expuesto siete años antes en Estocolmo, al recibir el Premio Nobel, con su discurso «La soledad de América Latina». La soledad del coronel al que nadie le escribe, la de Santiago Nasar el día en que todo el mundo sabe que va a morir menos él, la del dictador que sufre un otoño esperpéntico. La suya, definitiva, ahora.