Goya copia a Velázquez
Una selección de 80 dibujos de la colección de maestros españoles de la Kuntshalle de Hamburgo desembarca en El Prado. Son palabras mayores
No hay apenas trazo de paisaje de fondo en este Baltasar Carlos, príncipe niño, dibujado por Francisco de Goya, si acaso un árbol que casi se escurre de la obra y un can adormilado y otro intuido. La figura es el centro. En el margen derecho, rubricada a tinta parda, la firma: «Dibuxado por Goya», y en el izquierdo, la alusión al maestro: «Pintado por Velazquez». Conclusión: que el de Fuendetodos aprendió copiando al genio sevillano. De grande a grande. Esta exquisita (palabra que encaja perfectamente con las piezas que acoge la pinacoteca) sanguina sobre dibujo preliminar forma parte de la exposición que reúne por primera vez en España una selección de 85 dibujos de la colección Kunsthalle de Hamburgo (de las 200 que la conforman), que posee la más importante fuera de nuestras fronteras, según explicó ayer José Manuel Matilla, jefe del departamento de Dibujos y Estampas del Museo del Prado. La selección da sobrada cuenta de que el lápiz no es en modo alguno la Cenicienta del arte, a la que han contribuido desde siglos los tópicos vertidos, las imprecisiones y los errores «como que los artistas españoles no dibujaban y que si lo hacían era mal y sin técnica o que en España no existía una tradición de coleccionismo de dibujo», explicó ayer Gabriele Finaldi, director adjunto de Conservación e Investigación del museo. Las obras, que abarcan desde el siglo XVI hasta comienzos del XIX, pasaron por diversas vicisitudes a través de los siglos: se reunió la carpeta en Sevilla a comienzos del XIX (mal llamada precisamente «Carpeta Echevarría», porque fue él, el mexicano José Atanasio, quien realizó la compilación, nunca quien la formó ni quien la vendió), fue vendida en el mercado londinense y finalmente adquirida por el Museo de Hamburgo en 1891, donde se exhibe con todos los honores.
Un tesoro en las manos
El núcleo está formado por los dibujos de Murillo y algunos de sus más importantes coetáneos y seguidores, gran parte de ellos vinculados a la Academia fundada en Sevilla por el artista junto con Valdés Leal y Francisco Herrera el Mozo y que fue utilizada como elemento de aprendizaje. Un siglo después, en el XIX, Julian Benjamin Williams la adquirió y en 1874 la vendió a Frederic William Casens, a quien a su vez compra sus bienes al fallecer Bernard Quaritch en 1890. Él fue con toda probabilidad el que los ofreció al Museo de Hamburgo y a su director Alfred Lichtwark, que carecía de relación con el dibujo español que seguramente, al ver lo que tenía entre manos, no dudó en aceptar el tesoro.
Cada una de las obras es una pequeña gran joya, y decimos pequeñas fijándonos únicamente en el tamaño, pues algunas de ellas no exceden los 15 centímetros, pero son inmensas de por sí. De Goya, por ser el primero con que abríamos fuego, se exponen, además de las copias a diferentes obras del maestro (una delicia la sanguina de «El aguador de Sevilla», con su caligrafía casi de párvulo, enmarcada en dos líneas paralelas), sus escenas que retratan la vida de la época, la realidad cotidiana (el sutil «Vuelo de un globo aerostático» H. 1792-94) y su evolución hasta centrarse en su actividad crítica o sus dibujos de la tauromaquia, que hicieron dudar a los expertos sobre la autoría del maestro y pensar en un determinado momento que se trataba de falsificaciones. Junto a él, los «Apostolados» de Herrera el Viejo y Herrera el Mozo (padre e hijo), una docena de dibujos atribuidos al primero, algunos de ellos muy vinculados con cuadros de un «Apostolado» (aguadas en tinta gris) conservado en el Museo de Bellas Artes de Córdoba, procedente del Convento de Santa Clara de Priego. La versatilidad de Alonso Cano tiene también su espacio (imponente el «Altar de Santa Catalina de Alejandría, con dos propuestas de marco», h. 1648-52), lo mismo que el dibujo a pluma de autor desconocido que representa a Ana de Austria, un busto de perfil izquierdo. De Antonio del Castillo se muestra una joya, «San Jerónimo en el desierto» (1645-50), santo al que el artista pintó repetidas veces y que en esta ocasión, utiliza para ejecutar la obra la pluma de caña ancha típica del pintor, o «David y Goliat» (1646-1655), que deja ver la firma del artista, para que no quepa duda de la autoría, cruzando todo el centro del dibujo. Presente está también la maestría de Murillo en una tinta o en varios colores, y entre las rarezas de este imponente gabinete, un «Cristo con la cruz» de Clemente Torres, cuyo elemento clave para definir su autoría fue la carta sobre la que se realizó el dibujo, una misiva en la que se menciona, entre otras personas, a una mujer llamada Isabel Rersdon, que figuró como uno de los testigos en la segunda boda del artista con Juana Isidora de Sopranis, celebrada en 1712. Sirva esta gran muestra de 80 obras para acercarnos a uno de los tesoros más desconocidos y mejor conservados del arte español.