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Melilla, 1936, un juez entre dos bandos

Luis María Cazorla Prieto cierra su trilogía de novelas históricas sobre la Segunda República
larazon
La Razón

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En estos días de desasosiego judicial en los que concurren la perfunctoriedad del legislador, la pertinacia de los políticos y la inacción de los poderes públicos llamados a adoptar las medidas necesarias para que la renovación del Consejo General del Poder Judicial se produzca en plazo, con la consecuente merma en la percepción de independencia e imparcialidad de los jueces por parte de la sociedad; sin embargo, la reciente publicación de «Melilla 1936», el último trabajo del profesor Cazorla Prieto que abrocha la trilogía de novelas históricas que el autor ha dedicado a la Segunda República y cuyos precedentes son «La rebelión del general Sanjurjo» y «La bahía de Venus», todas ellas editadas por Almuzara, constituye un sensacional acontecimiento lenitivo, de índole institucional y acentuadamente moral, al devolver al lector la confianza en la labor de los jueces y magistrados de este país y en el Derecho como el más sofisticado mecanismo creado por el hombre para la resolución de conflictos, y tan recalcitrantemente ignorado en nuestro país durante casi un siglo y medio.
Resulta admirable el esfuerzo del autor en la minuciosa y pormenorizada descripción de la ciudad de Melilla en esas semanas previas al levantamiento militar, con un enfoque prismático que alcanza a los poderes públicos, a la sociedad, a las facciones políticas, a los conspiradores y a los conspirados y, naturalmente, a la peripecia vital y profesional del virtuoso juez Joaquín María Palomo Calvente, verdadero eje sobre el que cabalga la narración y epítome del Derecho como último asidero convivencial, que permite y estimula lo que podría denominarse la legitimación por ejercicio de la función jurisdiccional. Es otras palabras, el grado de confianza y de credibilidad social que una institución amerita entre la ciudadanía. Un rasgo imprescindible de los sistemas de Justicia, no un atributo opcional o contingente: de una Justicia eficiente, pero sin autoridad moral difícilmente pueden esperarse frutos.
El buen sistema de Justicia debe generar en sus justiciables el convencimiento de que sus asuntos van a ser no solo diligente y competentemente tratados, sino además, de la forma más ecuánime, recta y equilibrada posible. De esto último depende fundamentalmente su fiabilidad, es decir, su legitimidad social. Adviértase que, si no fuese así, resultaría injustificable la expropiación a los particulares de la tentación de hacer justicia por su cuenta, no en vano, la «potestas» del Poder Judicial es necesaria pero no suficiente para que el sistema aparezca como confiable y digno de respecto; para ello precisa además de «auctoritas», es decir, de la capacidad moral para emitir una opinión cualificada sobre una decisión. El nivel de legitimidad social correspondiente a un sistema de Justicia puede ser entendido como el residuo cristalizado de la forma en que la ciudadanía le percibe y evalúa en relación con rasgos básicos tales como su nivel de independencia e imparcialidad.
Voladura del sistema
En este sentido, uno de los principales efectos derivados de la rebelión militar de julio de 1936 fue, indiscutiblemente, la voladura del sistema judicial y, por ende, también de la confianza del justiciable en él. Un vacío que fue ocupado, de forma más o menos autónoma, por organizaciones revolucionarias conectadas con el Frente Popular, surgiendo durante el mes siguiente al alzamiento y de forma simultánea en todo el territorio controlado por las fuerzas leales al gobierno de la República «comités revolucionarios de justicia», «tribunales revolucionarios» y «comités de salud pública» que administraban justicia aplicando sus propios códigos y a través de las estructuras propias de las organizaciones revolucionarias, lo que marginó definitivamente la actividad de la justicia ordinaria de juzgados y tribunales, creando el caldo de cultivo idóneo para el afloramiento de una violencia inorgánica, al configurarse de forma autónoma a proyecto revolucionario alguno, manifestándose como un fenómeno derivado precisamente de la falta de tal proyecto y, sobre todo, por la ausencia de una conexión real con la preparación de un movimiento insurreccional de signo opuesto al que habían preparado quienes se habían sublevado contra la República.
Cazorla Prieto nos traslada a este escenario del etéreo aunando con precisión técnicas de verdadera crónica periodística con esquemas propios del «true crime» o, más ajustadamente, de la literatura de no ficción, pues en este audaz ejercicio literario, y a diferencia de obras anteriores del mismo autor, todos los personajes de «Melilla 1936» son reales, lo que impregna al texto de una «verité» estremecedora y de un no menos interesante estudio psicológico de sus perfiles.
Francisco Javier Elola, Fernando Berenguer de las Cagigas, Salvador Alarcón Horcas, Jesús Arias de Velasco o Juan José González de la Calle, todos ellos hubieran merecido también que un jurista, que además es un formidable escritor, les hubiera reivindicado como ha hecho Cazorla Prieto con el juez Palomo Calvente en esta obra. Cada uno de ellos, víctimas de la insania sectaria de los dos bandos, fue también el frustrado paradigma de la defensa del imperio de la ley y del Derecho como instrumento de convivencia.
Hace unos meses, el catedrático de Derecho Financiero y Tributario Cazorla Prieto se jubiló tras una trayectoria académica inconmensurable. Tras leer este libro, es momento, en días como los que vivimos, de gritar ¡ha muerto el catedrático! ¡Viva el escritor!
*Raúl C. Cancio es letrado del Tribunal Supremo, doctor en Derecho y académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
  • «Melilla 1936» (Almuzara), de Luis María Cazorla, 349 páginas, 21 euros.

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