García de Cortázar, en busca de España
La vida de este gran historiador, que vivía la libertad y sufría su aniquilamiento, fue un empeño continuo por clarificar las grandezas y miserias de la historia de nuestro país
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Uno de sus últimos libros y famoso como otros tantos, era «Paisajes de la historia de España». En él nos brindó su personal y riquísima visión de no sé cuántos sitios, más de cuarenta, brillantes, emblemáticos, tristes, oscuros, monumentales, repugnantes, que configuran lo que debe ver el español en movimiento. Le recuerdo en una entrevista de radio emocionado e ilusionado a la vez contando qué significaba para él ese libro y lo que a él le gustaría que quien lo leyese, compartiera con él esos mundos visuales, esos miradores. Una vez más le oí a mitad de camino entre la emoción y la ilusión (dicho sea de paso que eso de escribir sobre nuestra Historia, desde la excusa de un viaje, es un ejercicio tan grandioso como antiguo en nuestra cultura. No cito ningún viaje porque quedarían tantos en el tintero que haría el ridículo).
Ninguna impostación
Cortázar era eso: un humanista, un ilustrado, un incómodo individuo luchador por la libertad y por el amor a España y por definición contra los nacionalistas y su execrable estela, sus hijos de víboras, que son los terroristas, se camuflen como se camuflen. ¿Cuántos habrán brindado hoy pletóricos de alegría? Otra vez viví su cómplice relato –ahogada la garganta y saltándosele las lágrimas– de lo que les pasó a los «Pagaza»; creo que era el recuerdo a la dignidad de la madre lo que le emocionaba. Me lo acababa de encontrar paseando por la Puerta del Sol, recién incorporado a «su» fundación de reivindicación de los héroes nacionales por la libertad. Iba, me dijo, sin rumbo fijo, empapándose de madrileños. Entramos en una cervecería y le dejé hablar y hablar (porque yo no tenía nada que decir frente a su grandeza), emocionándose a cada minuto del monólogo. Fernando vivía la libertad y sufría su aniquilamiento.
De un humanista ilustrado de su porte y de su talante no se podía esperar otra cosa que una cultura vastísima. También en ello era encarnación de otra parte de su ser: como correspondería a los grandes jesuitas que en la Historia han sido, su formación era inmensa y para el que le oyera, deleitable. Y aunque no sé a ciencia cierta a qué se debía, si a la Ratio studiorum, o sus convicciones, su capacidad oratoria era deslumbrante. Claro que, la adornaba con el convencimiento de lo que explicaba. Feliz dicción, bien cimentados saberes y ninguna impostación. Su trabajo en pos de la divulgación de la Historia nos ha servido a muchos como modelo que seguir. Su serie de Televisión Española de hace no sé cuántas décadas, fue ejemplar. No soportaba las críticas de los tiesos eruditos que denuestan una divulgación visual de la Historia por cualquier cuestión de atrezzo, pero que desde la atalaya de su incólume saber no han bajado nunca a la arena de las conciencias de los ciudadanos, aunque han bajado muchas veces del estrado del aula.
El Aula de Cultura de Vocento le sirvió, junto a la pléyade de sus colaboradores-discípulos, para dar voz a todo tipo de intervenciones. Estos últimos deben estar sufriendo lo indecible. Le han perdido irremisiblemente. Su vida, o lo que me interesa de ella, estuvo fraguada por la gran necesidad de explicar y transmitir lo que sabía sin esperar a cambio nada, salvo un altavoz desde el que dirigirse a su sociedad para clamarle (aunque fuera desde el desierto) que qué hacía dejándose comer la libertad, la dignidad, su pasado y con ello, su futuro. Era un personaje incómodo porque podía hablar en voz alta y con ejemplaridad. A algunas y a algunos no les gustaba su ejercicio de la libertad en lo intelectual y en lo personal.
No hace mucho ha aparecido su revisión de Breve Historia de España. Nadie como él era capaz de vincular la crisis moral de la sociedad actual con la crisis de la enseñanza y el conocimiento de la Historia, o de lo que él definía como la «quiebra de la conciencia de nuestra civilización». La búsqueda de la verdad era, para él, piedra angular de su existir. Por eso era tan gran historiador y no se hizo novelista. Porque le interesaba la verdad y su transmisión a los ignaros, o a los ávidos de saber más y más. Era un humanista, un ilustrado, y generoso en el intercambio de saberes: vendió mucho ¡mejor para él que lo hizo bien!; al tiempo que hizo felices a muchos.
Cuando él hablaba expresaba unos razonamientos cargados de reflexiones y de convicciones. Le importaba un bledo lo políticamente correcto, o las modas. Él era él y sufría con la ley del aborto. Otra de sus obsesiones era la de señalar a la Transición (¡y con cuánta razón, que ya está bien de idolatrarla!) como causante de la ruptura de la idea de una Historia de España, de unos ciudadanos españoles, para construir seres adscritos a regiones sin visión ni de pasado conjunto ni de proyecto de futuro. Así que no es de extrañar que propugnara el mérito, que señalara la corrupción, que esperara algo -o algo más- de la acción recíproca entre ciudadanos y políticos. En Fernando García de Cortázar se unían, como un gran historiador, sus conocimientos, su oratoria espléndida y su magistral utilización de los recursos visuales y técnicos del siglo XXI.
Un hombre libre
Desde fuera me gustaba pensar de él que era un modelo de jesuita del siglo XVI. De esa mezcolanza, sin duda metodológica y aun epistemológica, surgía un autor capaz de dar sentimiento a la voz «España», o de cargar de razones y también de sentimientos de pertenencia a una gran nación cuajada de diversidades y diferencias, pero de anhelos de unidad; una gran nación sin cuyo deambular por el tiempo, el mundo actual sería otra cosa. En definitiva, para García de Cortázar el historiador tenía que buscar la verdad. Pero la verdad transmitida sin belleza sólo sirve para espantar a los lectores, como el espantapájaros a los gorriones.
Ha muerto un hombre libre, que hasta el fin de sus días denunció las aberraciones del nacionalismo, de la extrema izquierda, de la «fofez» del sistema educativo que viene, de la apropiación de España por los franquistas. ¡Qué individuo tan incómodo para unos! ¡Tan fascinante para otros! La imagen del historiador que no escribe de metros cúbicos de pasto, ni que busca agradar al sistema de investigación que le da vainas de habas, sino la del historiador hombre libre, pero que pasea por Bilbao con guardaespaldas es muy difícil de quitársela de la cabeza. Porque esa es la imagen de la libertad zaherida por el terrorismo, o acallada por la burocratización de la investigación, el desarrollo y la innovación… ¡y la excelencia! Con García de Cortázar ha muerto un sabio. También una encarnación de la rectitud. Una emoción para entender la Historia de España. Un monumental orator de todo, todo nuestro pasado. Él como jesuita, buscó también «otra» Verdad. Ya la ha encontrado. Descanse en paz. Ubi sunt qui ante nos fuerunt?