Fordlandia, la ciudad imposible en Brasil con la que soñó Henry Ford
El magnate estadounidense diseñó una urbe a su antojo: perfecta para su idea de negocio y con la normas que él dictase
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En el norte de Brasil andaban nerviosos allá por 1928. Se rumoraba que, de un momento a otro, aparecería un hombre convertido en salvador para reflotar la débil economía local. ¿Su nombre? Henry Ford. El empresario estadounidense era esperado con los brazos abiertos. Los columnistas divagaban sobre la visita: unos apuntaban a la construcción de una nueva fábrica de coches, otros señalaban hacia una posible línea de ferrocarril...
Lo único que soltaba la oficialidad era que los intereses que aquel hombre tenía en Brasil eran, como suele ser norma, meramente económicos: el monopolio que tenía Reino Unido sobre el caucho de Sri Lanka estaba elevando el precio de los vehículos de Ford, por lo que se buscaba una fuente de látex barata. Aun así, la mirada larga del empresario iba más lejos: también quería construir una ciudad a su antojo, Fordlandia, donde todo lo aprendido serviría para diseñar una urbe práctica en términos económicos y, de paso, mejorar la vida de la zona.
Ford era uno de los "cocos" de la época. Igual que hoy los Google y compañía presumen de datos (económicos) y de cuidado de sus empleados, el emprendedor también sacaba pecho por pagar el doble del salario mínimo. Su mantra era que si sus trabajadores podían comprar sus propios productos a todos les iría mejor. De ahí los 5 dólares al día (de entonces; unos 130 euros de hoy) que les pagaba.
Pero no todo era tan bonito. El antisemitismo de Ford, sumado a su excesivo control que quería ejercer en esa nueva sociedad que había imaginado en su cabeza, empezaron a torcer los planes. En los años 20 del siglo pasado, la cuenca del Amazonas era un pobre reflejo de tiempos mejores (y pasados). Ya no tenía ese monopolio de antaño en la producción de caucho. Belén y Manaos languidecían al tiempo que esa industria se había repartido por el mundo, sobre todo en el sudeste asiático, donde nos parásitos no atacaban al árbol (Hevea brasilienses).
En 1927, Ford envió a sus hombres a Brasil para cerrar un acuerdo. El trato no era el mejor para los intereses del estadounidense, pero su cabezonería pesaba más y su utopía de levantar Fordlandia podía con todo.
El estado de Pará fue el lugar escogido. Una porción de tierra del tamaño de la provincia de Sevilla, unos 14 5000 kilómetros cuadrados al borde de un afluente del Amazonas, por los que pagaría 125 000 dólares. Alejada del río para protegerse de sus aguas, los barcos solo podían acceder a la zona en época de lluvias, por lo que el personal que se trasladó allí a finales de 1928 se amotinaban al pudrirse la comida.
El resto de materiales no llegó hasta meses más tarde. Comenzaron los trabajos para dar forma a Villa Americana, el barrio destinado a alojar al personal llegado de Estados Unidos. Por supuesto, era la zona con mejores vistas y allí sí se disponía de agua corriente; en el resto de la ciudad, no. Para los trabajadores brasileños con una serie de pozos era suficiente...
Empezaron a llegar hospitales, escuelas, piscinas comunitarias, restaurantes, tiendas, también el clásico depósito de agua (que se convertiría en un emblema)... y la fábrica de caucho, claro. A finales de 1930 la apariencia de ciudad era real, pero quedaba mucho por hacer. La limpieza de la selva era un trabajo más laborioso de lo esperado y la madera que Ford pretendía vender no cumplía con la calidad esperada.
Por todo ello, la prensa empezó a cambiar de opinión. Ya no todo era de color de rosa. La intención de Ford de prohibir el alcohol no tardó en convertirse en un imposible. El director del proyecto, Oxholm, fue sustituido y sus sustitutos no estuvieron a la altura. Las condiciones del Amazonas fueron demasiado para algunos extranjeros: ahogados, huérfanos, fiebres tropicales...
La calma no tardó en romperse. Se acercaba la Navidad de 1930 y no había tregua que tranquilizase los ánimos: una pelea de bar el 20 de diciembre lo cambió todo. Los obreros se rebelaron ante un supervisor y la ciudad terminó arrasada. Casas, negocios, máquinas... Cualquier espacio era susceptible de ser atacado. Los gestores de la ciudad salieron por patas al ver la situación y los militares brasileños tuvieron que actuar para devolver la paz.
Ford tomó los mandos y puso a Archibald Johnston a controlar la ciudad. Y no le fue mal. Parecía el impulso definitivo para cumplir el sueño. El ocio se desarrollaba sin problemas y hasta se implantó una dieta estricta, como "el jefe" había ideado.
Pero nada de esto tenía sentido si el caucho no terminaba de despegar. Y así fue. Los pocos árboles que se plantaban eran comidos por las plagas. Y el empeño de Ford de implantar los valores estadounidenses no encontró un destinatario receptivo en los 17 años que la ciudad se mantuvo en pie. El ritmo de 9 a 17 horas era inviable en una urbe del Amazonas; el alcohol seguía sin poder prohibirse, como quería el ideólogo del plan; la jardinería, el country y el golf tampoco gustaron entre los brasileños...
Así que en 1945 los norteamericanos dejaron definitivamente Fordlandia sin que Henry Ford llegase a poner un pie en su propia utopía. Dos décadas de proyecto y millones de dólares quedaron en nada.