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Historia mítica de España: así eran los hechizos de la mujer pez

En la Antigüedad la figura de la mujer animal era ambivalente: por un lado simbolizaba a la Gran Madre, pero, por otro, también a las hechiceras capaces de borrar la lucidez de las mentes
«Ulises y las sirenas», cuadro de Herbert James Draper que ilustra el mito
«Ulises y las sirenas», cuadro de Herbert James Draper que ilustra el mitoFerens Art Gallery

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Es antiquísima la figura mítica de la mujer pez o serpiente, que aparece desde hace al menos quince mil años en las pinturas rupestres, desde el sur de África a Norteamérica y también, por supuesto, en las cuevas hispanas. La mujer animal es ambivalente: por un lado, es claro que simboliza a la gran madre, pero también puede ser una hechicera chamánica, guardiana de los caminos al otro lado, con sus venenos, seducciones y peligros. Y la hibridación con los animales, o al menos especialmente con cierto tipo de ellos, los acuáticos y los reptiles, es arcaica. La estirpe de Eva queda enemistada con la sierpe desde antiguo –la vindica María al pisar su cabeza– y son legión las santas princesas raptadas por el dragón. Sin embargo, la mujer serpiente, pez o foca, de la Pitón griega a las ondinas y selkies del norte, es característica de una convivencia también intensa en la historia mítica.
También la Gea griega, diosa madre «par excellence» engendra serpientes ambiguas, mágicas guardianas de tesoros o madres de innúmeras generaciones de héroes o monstruos. De hecho, la unión con un varón, que cae en las redes de amor o brujería de estas sierpes, suele producir familias épicas, marcadas por la gloria, el exceso y la caída: véase la dinastía de los Lusignan franceses del siglo XIII y su hada Melusina o la sirena fundadora de la casa de Mariño en la Galicia del XIV. En Galicia la mujer-serpiente conserva esa ambivalencia entre los dominios de la gran madre y de la ramera primordial y brujeril, como estudió Felipe Criado. La «serpe» o «cóbrega» denota lo negativo pero a la vez la fascinación por un poder telúrico, como el de las encantadoras mujeres serpiente de los arroyos pontevedreses a las que hay que desencantar. La mujer serpiente gallega aparece peinándose sus cabellos en el bosque o junto a un lago, una cueva o una fuente pero cambia de forma y se la desencanta abrazándola y besándola a ella como serpiente, a unas flores que lleva en la boca, o llevándole un bollo de pan, como en Santa Tecla o Picouto, en Pontevedra, de clara simbología sexual.
Sus a veces fecundas uniones con el varón ha llevado a interpretar estas criaturas de leyenda como herencia de una antigua diosa celta de la tercera función indoeuropea, la procreadora-alimenticia, como Epona o Riannon. Todo irá bien hasta la transgresión de algún tabú que acaba en separación, con el regreso de la criatura sobrenatural a su mundo especial. Si nos vamos al norte de Escocia, a las Orcadas, allí viven los mágicos Fin, que viven en una isla que emerge y se sumerge alternativamente: hibernan en un mundo submarino, iluminado por brillantes peces abisales, pero sus jóvenes sirenas quieren casarse y buscan marineros o habitantes de la costa, como las selkies, sirenas-foca que pueden tomar forma humana una vez al año. A menudo se enamoran de hombres y viven con ellos en tierra, tras metamorfosearse. Sus hijos pueden tener algún rasgo especial, como los Lusignan o los Mariño. Si recuperan su piel de foca volverán al mar sin duda. Otras veces se llevan a los hombres. La sirena Morveren de Cornualles se enamoró de un tal Matthew Trewhella al oírle cantar en misa y, disfrazada de mujer, lo cautivó para luego llevarlo al mar, donde lo sumergió para siempre. Pero no es solo un tema indoeuropeo: mujeres y serpientes se unen entre los nativos norteamericanos, los Paiwan taiwaneses, de mujeres-sierpe que engendran a sus líderes en un inframundo. En el Caribe y África existen este tipo de sirenas, pero otras veces son temibles porque se llevan a los hombres y los devoran, como las Mondao de Zimbabue. El cuento chino de la serpiente blanca, divinidad descendida a la tierra para casarse con un humilde humano, me recuerda a un híbrido entre la Melusina y la triste Sirena de Alejandro Magno, mientras que la Sinjike de Corea, protectora de la isla de Geumodo, fue reina madre de Japón hasta que se enamoró de un explorador chino. En fin, volviendo a nuestras sirena de la isla de Sálvora, en la ría de Arosa, la que dio origen a los Mariños y otras casas nobles como los Fandiño y Goyanes, su maldición es que cada cierto tiempo nazca un vástago con ojos azules, escamas y querencia el mar. Acabará desapareciendo, por supuesto. Tal es el amor hechicero de estas mujeres marinas y sierpes fluviales.

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