Anécdotas de la historia
El juguete porno de Manuel Godoy
El primer ministro de Carlos IV tenía un gabinete reservado para dos caprichos que pidió directamente a Goya: sendos cuadros de su pareja, Pepita Tudó; uno con ropa y el otro sin ella
Manuel Godoy era un hombre pasional, un extremeño de pantalón pitillo y nariz acusadora. Triunfó en la corte poniendo firme a los encorvados y pactando con Napoleón. Soñaba con ser rey del Algarve. Ah, pensar en Europa como una tarta y desear un pedacito al sur, en un territorio tranquilo, soleado, con playas infinitas, de buen yantar y mejor yacer. Pero por la que perdía el aliento el bueno de Manuel era por Pepita Tudó. Qué pedazo de mujer, entera y por partes. Gaditana, libre, educada y sensual.
El valido de Carlos IV no podía pasar mucho tiempo sin verla. Ardía en deseos de besarla, acariciar su cuerpo y demás cosas que hacen los amantes fogosos. Pero Manuel estaba quemado con tanto trabajo, en plan burnout. No había quien aguantara las insinuaciones de la reina María Luisa, simpática pero pesada. ¿Y qué decir de los partidos cortesanos, el golilla y el aragonés? Eran sumamente aburridos, siempre con sus protocolos y conspiraciones, presumiendo de jerarquía social y tradición. Quía. El mundo era de los audaces. Si había que conquistar Portugal, quedarse Olivenza y mandar unas naranjas a la corte, pues se hacía y chimpún. Que había que firmar un acuerdo con Francia, ya echaba de menos tinta y pluma, que luego se proclamaría Príncipe de la Paz.
Necesitaba distraerse. Algo que relajara. Picante, si era posible. Si tuviera a Pepita Tudó todo el tiempo a su lado. Tuvo entonces una idea, una de esas que dejan huella. Hizo llamar a Francisco José de Goya y Lucientes, un pintor divertido y admirador de las luces, del que se podía fiar si le pedía algo fuera de lo habitual. No quería un bodegón, ni un retrato en el que apareciera montando un caballo encabritado. Quería algo más osado, más canalla y tunante. «Paco –dijo Godoy al pintor cuando lo tuvo delante–. Quiero que pintes a Pepita Tudó». «Un cuadro, querrás decir, Manolo –le llamaba por su nombre de pila ante la duda de si Alteza, Príncipe, duque o la colección completa–, porque solo he traído las brochas finas, no las gordas». Rieron sin ganas. «Qué chispa, Paco. Se me ha ocurrido que pintes a Pepita recostada en un diván», anunció. Goya asintió. «Vestida, Paco, y otro igual pero desnuda». Los dos esbozaron una amplia sonrisa y el trato quedó sellado.
Una vez terminó el pintor, los cuadros fueron llevados a una de las estancias del Palacio de Grimaldi –hoy austero Centro de Estudios Políticos y Constitucionales–. El movimiento no sorprendió. Godoy coleccionaba pinturas, y unas más no eran noticia. Lo que no sabía casi nadie es que el valido tenía una cámara secreta, un gabinete donde se recreaba con imágenes eróticas. Allí soltaba los nervios y lo que hiciera falta. A su izquierda, frente a una butaca y unos pañuelos estaba colgada «La escuela de amor», de Antonio (molto) Allegri da Correggio, en el que una doncella de mirada estrábica pero desnuda, apenas podía ocultar sus partes pudendas con el brazo derecho, dejando al descubierto dos pechos adolescentes. Enfrente, la «Venus del espejo», de Velázquez, enseñaba el culo.
Un butacón, unas poleas y dos lienzos en uno
Había un lugar reservado para su nueva adquisición. En una pared colocó los dos cuadros de Pepita, uno delante del otro. Quedó a la vista en el que la maja yacía vestida y, detrás, oculto, la maja desnuda. Hizo poner unas poleas que llegaran hasta el butacón. Cuando tiraba de una, el retrato de la Pepita trajeada se levantaba muy lentamente, o no, dejando a la vista el fresco de la fresca. Era como uno de esos bolígrafos que al girarlo la chica se queda sin ropa, pero de comienzos del siglo XIX. Ahí pasaba sus ratos de desahogo el bueno de Manuel Godoy, subiendo y bajando el cuadro. Disminuir el estrés laboral, deshacerse del burnout, quitarse de la cabeza la cara ansiosa de María Luisa, y el resto de la pesada carga de un hombre de Estado estaba al alcance de su mano. Luego conciliaba el sueño muy bien, fantaseando con el Algarve y siendo rey sin dar explicaciones, protegido por Napoleón. Su cerebro quedaba catatónico con las endorfinas, que le impedían ver que el príncipe Fernando estaba preparando su asesinato y el derrocamiento de Carlos IV.
Pasó el tiempo, y el cuadro de «La maja desnuda» lo descubrió la Inquisición. La encontraron cuando ya era Fernando un rey absolutamente felón. Entraron en el gabinete secreto, y un monje, quizá por la costumbre del campanario, tiró de la cuerda que dejó al descubierto el cuadro pecaminoso. «Concuerda con el informe del arquitecto Pedro González de Sepúlveda –dijo–. Es un dibujo sin gracia ni colorido». «Y coincide con la caricatura de Ajipedobes –apuntó otro–. Sí, ya sabéis, y si no, leed la palabra al revés».