Anécdotas de la historia
La nostalgia de Emilio Castelar exiliado
El republicano, un hombre sentimental que se llegó a entrevistar con Isabel II, se mudó a Italia, recuerdos que publicó años más tarde en un «best seller» mundial
El exilio es una cosa muy mala. Te ves obligado a dejar tu país, y encima lo idealizas convirtiendo los recuerdos y anhelos en nostalgia. Esto era mucho peor en los tiempos del romanticismo decimonónico, tan exaltado y patriótico, tan dado a las florituras como a los duelos a primera sangre. Así era el siglo XIX, donde la lejanía forzada transformaba incluso lo más adverso en algo que era entrañable.
Le ocurrió a Emilio Castelar, nuestro republicano más sensato de aquel siglo, aunque la sensatez le llegase después de sufrir en carne propia las consecuencias de predicar la utopía federal revolucionaria con gran ahínco durante años. Emilio era un sentimental, vivía aferrado al recuerdo de su madre, y era fiel a las amistades hasta el límite de lo conveniente. El republicano era capaz de llamar a la barricada por la libertad, pero aborrecer las bayonetas. Se había hecho famoso con un discurso pronunciado en el Teatro Real al socaire de la revolución de 1854. «¿Qué es la democracia?», dijo a la concurrencia, «pues yo os lo voy a decir». Y se lo dijo. Le sacaron a hombros como a un torero y le acompañaron a su casa, no para tirarle al pilón, sino para cantarle coplas y darle algún viva que otro. La noticia llegó a Palacio, y la reina quiso conocer al joven orador. Así fue.
El republicano, bien vestido y afeitado, se plantó en la residencia regia. La entrevista fue muy cordial. Al término, Isabel II le dijo que si podía ayudarle en algo. La petición fue sencilla: quería consultar la biblioteca de Palacio. Aquella entrevista dejó en Castelar un cariño hacia la Borbón que perduró durante toda su vida, aunque trabajara para su destronamiento.
De hecho, ya en el exilio tras la fracasada intentona revolucionaria en Madrid en junio de 1866, se sintió más solo que una república unitaria. Convocó a sus amigos demócratas a su casa de París en febrero de 1867. Castelar, a diferencia de los profesionales de la algarada, vivía de lo que escribía, y como pagaban poco, le daba a la pluma sin parar. Me siento muy identificado. El caso es que reunió a sus colegas republicanos. Ante el chasco de todos sus voraces amigos, no preparó un ágape ni sacó alcohol para brindar. Castelar era abstemio y en el exilio cuidaba la figura. La fiesta sirvió para que se reconciliara con Pi y Margall, que además de socialista proudhoniano y sinalagmático era un estirado. Se estrecharon la mano y pelillos a la mar federal. Sin embargo, su amigo Cristino Martos, con el que había compartido tertulias de taberna en Madrid, le dijo que era mejor una monarquía, que lo de la República era un lío que no entendía ni Dios. Manuel Becerra, que ya pensaba en atribuirse una glorieta en Madrid cerca de la Plaza de Toros, incluso una parada de metro, le dijo lo mismo. Castelar por su parte decidió dar por terminada la fiesta, y mientras recogía la casa se sintió bastante triste y solo.
Guía del viajero
Emilio hizo la maleta. «Pues me voy a Italia. Lo tengo preparado. Tengo las maletas», se dijo, y aunque no se han recogido algunos de sus pensamientos, según cuenta la leyenda concluyó diciendo que«quiero comprarme un jersey a rayas. Pasaremos de la mafia. Nos bañaremos en la playa» (Perdón). En Roma volvió a caer en la tristeza. Sacó su cuaderno y un lápiz, e hizo terapia filosofal: «En la emigración el menor contratiempo os apesadumbra y os irrita –escribió–. El disgusto se convierte en pena, la pena se acrecienta con la nostalgia».
Pasaron los días y los macarrones con tomate, hasta que una mañana de primavera, cuando llegó a la Fonda de Minerva en la que se hospedaba, el camarero le avisó de que la policía había pasado por allí buscándole por ser amigo de Garibaldi y Mazzini. «Huya Vd., señorito», dijo el camarero, y le informó de que salía un tren a las diez. Eran las nueve y media. Castelar habló con unos colegas de piso, que eran un propietario mexicano y dos estudiantes españoles del colegio de Bolonia, para que le enviaran el equipaje. Tomó un coche a la estación, compró un billete, «y me empaqueté en mi vagón con la guía del viajero en una mano y el periódico de Roma en la otra».
Iba reflexionando sobre su suerte, cuando entraron en su camarote un par de italianos que se tomaron muchas confianzas. El más socarrón le dijo a Castelar que «vuestra reina es muy fea». «Ojito, nadie se mete con una española», debió pensar el expresidente del Congreso, así que respondió: «Pero no tan fea como vuestro Víctor Manuel II», el rey italiano, que tenía cierto parecido a Mario Bros. La sangre no llegó al río porque aquello era un secarral. Castelar publicó años después «Recuerdos de Italia», una obra que se convirtió en un fenómeno editorial y en un «best seller» mundial.