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La checa de los horrores

Lenin impulsó la creación de estas cárceles, entre las que destacó la de Trubetzkoi, como una fuerza de represión y humillación de los adversarios políticos.
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Lenin impulsó la creación de estas cárceles, entre las que destacó la de Trubetzkoi, como una fuerza de represión y humillación de los adversarios políticos.
Tres semanas después de la caída del Gobierno provisional de Alexandr Kerenski, en una ciudad como Petrogrado, entregada al asesinato y al pillaje, el triunfador Lenin decretó en diciembre de 1917 la constitución de una Comisión Extraordinaria para combatir la contrarrevolución y el sabotaje. Las dos primeras palabras en ruso, Chrezvechainaya Komissia, le valieron a este nuevo órgano represor la conocida y temida abreviatura de Checa. Su hermana consanguínea databa de cuatro siglos antes, cuando en 1565 Iván El Terrible urdió el plan para crear su propia organización de policía, a la que llamó Oprichnina. Muy pronto ésta contó con 11.000 agentes que custodiaban el palacio de Alexandrovskaia Sloboda y sembraban el terror en los subterráneos, donde solían hacinarse cientos de personas a la mayoría de las cuales se dejaba morir extenuada de hambre. No eran extraños los casos de canibalismo. En Petrogrado, el propio Lenin fue víctima de los bandidos mientras se dirigía al Instituto Smolny en su gran limusina negra una tarde de diciembre de 1917. Los forajidos le obligaron a bajar del vehículo y despojaron al jefe del Gobierno de los Soviets de su cartera, el reloj y el revólver. Verlo para creerlo. Perplejo y furioso, Lenin decidió entonces crear la mencionada Checa. Su dirección central se encomendó al bolchevique polaco Feliks Dzerzhinsky, mientras al frente de la Checa del Municipio del Norte, que englobaba a San Petersburgo y sus alrededores, se colocó al camarada Moisés Uritski.
Oriundo de una pequeña ciudad próxima a Kiev, el rechoncho y narigudo Uritski pronto se convirtió en un ser odiado por los mencheviques derrotados tras la revolución. Hombre sin escrúpulos y de mediocre inteligencia y cultura, disfrutaba visitando las prisiones y menospreciando a los presos, algunos de ellos antiguos próceres en la época del zar. Otras veces los hacía pasar a su despacho de la aristocrática institución Smolny para recrearse ante su desgraciada situación, como sucedió con el diputado de la Duma Purishkevich, uno de los asesinos de Rasputín.
Lugar macabro
En la temible cárcel de Trubetzkoi Bastion, donde fue recluido durante algún tiempo Purishkevich, situada en una isla junto a la orilla derecha del Neva, pegada a la fortaleza de Pedro y Pablo, la princesa Tarakanowa encontró su horrible final al ser ahogada en su celda. En aquel edificio de forma redonda, con numerosas casamatas y bodegas a modo de catacumbas, el propio hijo de Pedro el Grande, Alexei, fue encarcelado, lo mismo que el príncipe Trubetzkoi. En las paredes de sus celdas figuraba un sinfín de inscripciones grabadas como epitafios por sus desgraciados inquilinos, como la del coronel alemán Schell, encarcelado por orden de Nicolás II.
En los dos primeros años de dominio bolchevique, desfilaron por allí más cantidad de presos que durante los dos siglos desde Pedro el Grande, fundador de aquella casa de espantos. El indeseable Uritski interrogó a Purishkevich con su acostumbrado ademán morboso:
–¿Qué pensáis del bolchevismo y la revolución? –preguntó con regocijo.
–Los bolcheviques durarán 15 años; después, otra vez nueva monarquía, repuso Purishkevich.
–¡Qué decís! ¿Una monarquía? –se burló el chekista.
–Claro, una monarquía; soy yo quien os lo dice. Naturalmente, no la antigua, ni un zar como Nicolás, sino la monarquía ideal.
–¿Te mofas, Purishkevich? Pues bien... ¡La monarquía ideal, te lo aseguro, no serás tú quien la vea! –contestó.
Sólo un truhán como Uritski podía recrearse también al pasar revista semanal a los grandes duques y miembros de la familia imperial que estaban en libertad provisional. Al legítimo heredero de Rusia y hermano menor del zar Nicolás II, el gran duque Miguel Romanov, le interrogó como si fuese el peor de los plebeyos. Sólo cuando juzgó que le había humillado lo suficiente, le mandó a Siberia donde el soviet local lo fusiló sin más ceremonias.
Uritski era un entusiasta de las ejecuciones en masa. Pensaba que sólo con el terror podía garantizarse la seguridad del Estado. La primera sentencia colectiva de muerte que firmó afectó a una veintena de personas, entre ellas a un joven oficial judío apellidado Perlzweig, cuya ejecución conmovió a otro joven de diecinueve años, discípulo de la Academia Militar Milkhailov. Se llamaba Leónidas Kannegiesser y decidió vengar a su mejor amigo. La mañana del 30 de agosto de 1918 se dirigió al Ministerio de Asuntos Extranjeros, donde recibía Uritski, y le aguardó en el salón de recepciones. Cuando el ujier abría la puerta del ascensor a su Excelencia, como le llamaban reverenciosamente, sonó un disparo y Uritski se desplomó en el suelo. «Quien a hierro mata, a hierro muere».

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