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La dictadura del mal menor

Pétain estableció el régimen de Vichy en Francia, pero el precio que pagó a los alemanes fue muy alto. La apertura al público de esta documentación sacará a la luz el colaboracionismo con los nazis.
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  • David Solar

    David Solar

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Pétain estableció el régimen de Vichy en Francia, pero el precio que pagó a los alemanes fue muy alto. La apertura al público de esta documentación sacará a la luz el colaboracionismo con los nazis.
«La patria no se lleva en la suela de los zapatos», dijo el mariscal Pétain el 16 de junio de 1940 ante el Consejo de Ministros francés, establecido en Burdeos después de haber abandonado París, amenazada por la Wehrmacht. Aquel día se llegó a la conclusión de que resistir en Francia era imposible, por lo que se estudió la opción de que la flota, aún intacta, evacuara a Argelia al Gobierno junto con medio millón de soldados y con un modesto equipo, para continuar la guerra desde allí. A ese plan, impulsado por el general De Gaulle y aceptado por algunos ministros, se oponía Philippe Pétain, el viejo héroe francés de la Gran Guerra, ministro de Estado y vicepresidente del Consejo. Según el mariscal – y lo mismo pensaba el general Maxime Weygand, jefe supremo del Ejército francés–, para que tal evacuación fuera posible habría que sacrificar lo que quedaba del Ejército, que a aquellas alturas se encontraba en retirada, cercado, en posiciones sumamente expuestas o en patente inferioridad. Y, además –pensaban Pétain, Weygand y la mayoría del Consejo–, el abandono del territorio metropolitano constituiría una deserción y una tragedia para el país. El mariscal añadió que fuera cual fuese la decisión del presidente Albert Lebrun y del primer ministro, Paul Reynaud, él permanecería en Francia compartiendo con sus compatriotas la derrota, sus miserias y desventuras. Su patria era Francia y «la Patria no se lleva en la suela de los zapatos».

Francia capitula

Ante la situación, Reynaud dimitió y el presidente Lebrun designó jefe de gobierno a Pétain, que, a sus 84 años, formó gobierno y, un día después, solicitó el armisticio. «¡Franceses! (...) Con el corazón oprimido, yo os digo que es preciso cesar el combate. Me he dirigido esta noche al adversario para preguntarle si está dispuesto a buscar con nosotros, entre soldados, tras la lucha y en el honor, los medios de poner fin a las hostilidades...». Los franceses quedaron desolados, aunque la mayoría entendió que era la única opción sensata, pues su Ejército había sido destrozado en 40 días de lucha: 92.000 muertos, 250.000 heridos y dos millones de prisioneros. Uno de personajes de la «Suite francesa» de la escritora judía Irène Némirovski exclama: «Sonríe, oh, madre amantísima, viendo a tus hijos en pos del mariscal que nos lleva de la mano de la paz y la felicidad. ¡Entra conmigo en el alegre corro que forman todos los hijos y todas las mamás de Francia en torno al Venerable Anciano que nos ha devuelto la esperanza!».
El 22 de junio se firmó el armisticio en Rethondes, en el mismo vagón en que se celebró la capitulación alemana de la Gran Guerra. Allí se acordó la creación de una zona ocupada –la mitad norte del país y toda la costa atlántica, hasta la frontera española– y una «zona libre», el resto, bajo la autoridad de Pétain, que estableció su régimen en la ciudad balnearia de Vichy, con apenas 30.000 habitantes, pero con suficientes hoteles para acoger al Gobierno, los ministerios y la burocracia.
Pétain asumió la jefatura del Estado el 11 de julio y el 19 obtuvo los poderes para cambiar la Constitución. Si Pétain era la respetada figura del régimen, quien movía los hijos era el ministro de Estado y vicepresidente del Consejo, Pierre Laval, cuya palanca para remover obstáculos era la amenaza nazi de invadir la «zona libre» si no se cumplían sus exigencias.
Pétain, con poderes absolutos, gobernó a base de decretos, al margen del Parlamento, que cobraba pero no se reunía. Partidos y sindicatos fueron ilegalizados y los políticos de izquierdas, perseguidos. El mariscal dispuso de unas Fuerzas Armadas, con atribuciones dentro de los límites de Vichy, y de una Policía cuyo cometido era imponer las órdenes del presidente, reprimir toda disensión y aplicar las demandas del Tercer Reich. Para que sus deseos se cumplieran, Hitler disponía de argumentos contundentes: dos millones de prisioneros, recluidos en campos de concentración o utilizados co-mo fuerza de trabajo, y la amenaza de invadir la «zona libre».
Pétain cedió en casi todo salvo cuando peligraba la integridad o el futuro de Francia. En Montoire, el 24 de octubre de 1940, rechazó las presiones de Hitler para que se le uniera en su campaña contra Reino Unido y eso pese a su inquina antibritánica por sus ataques contra bases y buques franceses y por su apoyo a De Gaulle, enemigo declarado de Vichy, que estaba reuniendo tropas y sublevaba las colonias francesas de África.

Una dura negociación

Según Paul Schmidt, que actuó como intérprete en Montoire, Pétain «con su sencillo uniforme, se sentó bien erguido frente a Hitler. Su actitud era más orgullosa que subordinada. Con calma fría escuchó mi traducción (...) “Hemos ganado la guerra. Es evidente que alguien tiene que cargar con los gastos de la guerra y este alguien será Francia o Inglaterra. Si es Inglaterra, entonces Francia podrá ocupar en Europa el puesto que le corresponde y conservar completamente su posición como potencia colonial” (...) Pétain comprendió inmediatamente lo que Hitler quería decir y contestó que Francia no estaba en condiciones de participar en una nueva guerra...” (“Europa entre bastidores”)».
Hitler quedó muy contrariado y más lo hubiera estado de haber sabido que Pétain negociaba secretamente con Churchill: aunque había roto las relaciones diplomáticas con Londres, el mariscal logró que Reino Unido cesase de hostigar sus bases y sus comunicaciones marítimas y atemperara la actuación de De Gaulle, a cambio de que él mantuviera amarrada su flota y no se aliara con Berlín.
Pese a los problemas aparejados a la ocupación, los franceses la sobrellevaron mejor que el resto de los vencidos. Los ocupantes se portaron civilizadamente durante un año y medio; a cambio, la política de los franceses con los ocupantes fue de «Ley, orden, paz y convivencia». La mayoría se adaptó y muchos le encontraron gusto y sacaron provecho.
Pero la situación empeoraría a finales de 1940, cuando el Plan Bürckel germanizó Alsacia y Lorena, expulsando a 186.000 no arios; y cuando, seis meses después, Alemania invadió la URSS y provocó que los comunistas franceses –hasta entonces encadenados por el pacto Ribbentrop-Molotov– comenzaran a hostigar a los alemanes, sobre todo cuando la Wehrmacht se atascó ante Moscú, lo cual demostró que no era invencible. Pero el momento culminante de la impopularidad de Vichy llegó en otoño de 1942 tras el desembarco aliado en el norte de África: Hitler ordenó la ocupación de la «zona libre» y todos los franceses advirtieron finalmente la magnitud de su derrota: Francia, ocupada, su flota hundida o en poder británico y sus colonias bajo control aliado o japonés. Y, simultáneamente, el Servicio de Trabajo Obligatorio nazi exigió en 1943 más trabajadores para la industria alemana: 250.000 en marzo y 500.000 en agosto. Aunque las cifras no se completaron, la indignación fue generalizada en Francia.
Y hubo otras mil claudicaciones del cada vez más acosado Pétain, como la colaboración de la Milicia francesa con la Gestapo y las SS en la represión del maquis, que perdió 35.000 miembros, o como el endurecimiento de su aparato represor contra los enemigos políticos, 70.000 de los cuales dieron con los huesos en las cárceles (con un millar de ejecuciones).
Y aún más reprobable fue la complicidad de Vichy en el Holocausto: unos 70.000 judíos fueron deportados de la «zona libre» –de un total de 149.000 deportados de toda Francia, de los que sobrevivieron unos 14.000– con el agravante de que «al menos setenta mil familias francesas se beneficiaron económicamente de la confiscación de los bienes de los judíos deportados» (R. de Rochebrune y J-C de Hazera «Les patrons sous l’occupation»).

El indigesto colaboracionismo

El interés del acceso público a los documentos del régimen de Vichy es innegable, pese a que gran parte de ellos ya ha sido consultada por los historiadores. Por tanto, revelaciones sensacionales no se esperan, pero será muy significativo el acceso libre a esos documentos –acaso unos 300.000– sobre todo si contribuyen a que Francia asuma lo ocurrido bajo el régimen del mariscal Pétain, con sus luces y sombras, y pase página al indigesto fenómeno colaboracionista. Se espera la clarificación de la autoría de las delaciones que permitieron a la Policía de Vichy detener a muchos miembros de la Resistencia –el caso de Jean Moulin es emblemático–, el destape de las claudicaciones del aparato judicial de la «zona libre» y el descubrimiento de algunos oportunistas que trabajaron para Vichy y, de la noche a la mañana, se convirtieron en resistentes y gaullistas de toda la vida –con el paradigmático y conocido caso de Maurice Papon–. Pero lo socialmente más relevante sería si esa documentación contribuyera al esclarecimiento de las delaciones que facilitaron la detención de muchos judíos y al seguimiento de las fortunas que les fueron robadas.

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