La increíble historia del falso inca
Hualpa prometió a los colonos que convertiría a los indígenas al cristianismo si era nombrado monarca de Perú
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La increíble historia que vamos a relatar sucedió en la localidad de Pomán, virreinato del Perú, en julio de 1657. El gobernador se reunió con un aventurero andaluz a quien los indígenas acababan de coronar como su Inca o líder supremo. Todos iban ataviados con sus mejores galas. Los españoles, a caballo, entre un cortejo de hidalgos, clérigos y soldados; y el aventurero, portado en una litera de oro y rodeado por una docena de caciques que le rendían pleitesía. Aquel trotamundos que se hacía llamar Inca Hualpa aseguró a las autoridades coloniales que, si le garantizaban su reconocimiento como monarca, convertiría a los indígenas al cristianismo. Y por si fuera poco, éstos debían revelarle antes la ubicación de sus inagotables yacimientos de oro. El gobernador quedó satisfecho con sus palabras y le dio el tratamiento de capitán general. Una semana entera de festejos se celebró en su honor. ¿Cómo logró aquel sujeto tan poco fiable ser encumbrado de semejante forma? Eso es precisamente lo que vamos a descubrir. Se trata de la historia de un disparatado pícaro cuya vida hubiera inspirado a su anónimo autor, de haberla conocido, «El Lazarillo de Tormes». Una grandiosa historia que alcanzó incluso ribetes de leyenda. Aludimos, naturalmente, a la vida exagerada de nuestro protagonista Pedro Bohórquez.
Llamado en realidad Pedro Chamijo, había nacido en Sevilla. Cruzó el océano con dieciocho años para hacer las Américas. Su periplo en el Nuevo Continente fue de lo más azaroso. Probó suerte en distintos oficios, pero eran demasiado humildes para él y enseguida colmaron su paciencia y ambición. Por eso viajó a la ciudad más opulenta del mundo entonces: Potosí, el emporio donde se concentraba la mayor parte de la fortuna del virreinato del Perú. Acudían allí muchos españoles para reclamar su parte del botín. Entre ellos, cómo no, Pedro Chamijo. Aunque tampoco logró prosperar allí, al menos pudo apropiarse del apellido de un clérigo con el que hizo buenas migas. Chamijo cambió así su apellido por el Bohórquez. Y con su nueva identidad se instaló en Lima para intentar medrar en las más altas esferas. Demostró desde el principio su inigualable labia, siendo capaz de embaucar al mismísimo virrey para realizar una expedición al fantasioso reino de Paititi, donde aseguró que existían yacimientos de oro y otros preciados tesoros. Pero la expedición resultó ser un fiasco y Bohórquez debió poner pies en polvorosa. Capturado finalmente, fue conducido a la penitenciaría en el extremo sur de Chile, de donde logró escapar y cruzar después la cordillera de los Andes para establecerse en la provincia de Tucumán, en el límite del virreinato peruano.
AL BORDE DE LA REBELIÓN
A esas alturas, Bohórquez era un estafador profesional cuya vida se había convertido en una permanente huida. En aquella remota región los españoles se hallaban en situación muy precaria. Su inferioridad era manifiesta ante la abrumadora presencia de los indómitos indios calchaquíes, al borde siempre de la rebelión. Y un hombre tan ladino como Bohórquez supo vislumbrar la gran ocasión de su existencia; una hazaña tan épica, que solo cabía en la imaginación de un enajenado. Contactó enseguida con los calchaquíes, haciéndose pasar nada menos que por el último descendiente de los emperadores incas. Y se ofreció a comandarles en una guerra de liberación contra la Corona de España. La realidad, en su caso, constituye un digno ejemplo de cómo supera con creces a la ficción.
EMPUÑAR LAS ARMAS
Bohórquez era justo el caudillo que los indios necesitaban; un general clarividente capaz de conducirlos hasta el triunfo.
Cuando el loco aventurero consideró que el fuego de la insurrección había prendido lo suficiente, sus huestes resolvieron dar el golpe decisivo. Entre tanto, por los valles de la región se proclamaba a voz en grito el nombre del Inca Hualpa y no había un solo varón en ellos que no anhelara empuñar un arma para acabar con los hombres blancos y barbudos, cuyas corazas les evocaban a cangrejos de hierro. Los humos dieron la señal de guerra. Un ejército de energúmenos tomó entonces al asalto y saqueó poblados y misiones enteros con las puntas de sus flechas empapadas en cicuta. Pero sucedió algo imprevisto que dio al traste con la victoria final: transformado en un demente homicida, el falso Inca ordenó atacar sin piedad hasta el último reducto enemigo, confiado en su falta de munición. Los calchaquíes se lanzaron así a la carga como bestias inmundas, pero un fuego inesperado les desarboló por completo. Solo unos pocos pudieron huir. Pedro Bohórquez fue apresado, enviado a Lima, y ejecutado al garrote.