La «limpieza» nazi empezó en casa
Los hombres denunciaban a sus compañeros de trabajo mientras que ellas acusaban a sus maridos y vecinos. La Gestapo fue el gran soporte represivo a la hora de imponer a la población la nueva política, según explica el historiador Frank McDonough en «Mito y realidad de la policía secreta de Hitler».
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Los hombres denunciaban a sus compañeros de trabajo mientras que ellas acusaban a sus maridos y vecinos.
El periodista Chaves Nogales, en su visita a la Alemania nazi relatada en «Bajo el signo de la esvástica», contaba asustado que los germanos habían asumido con esperanza y disciplina la «solución Hitler»; es decir, la guerra interna y externa para crear la sociedad perfecta. Los crímenes comenzaron muy pronto porque eran «los mismos vecinos de las casas» los que delataban a los «enemigos», escribía Chaves Nogales en mayo de 1933. Todo el mundo lo sabía, pero tras 1945 se cubrió un velo de silencio. La polémica sobre si los alemanes fueron conscientes de la eliminación social y física de «los distintos» se instaló en los años noventa, cuando el historiador Goldhagen publicó «Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto» (1996). El autor narraba las delaciones, episodios de limpieza social, expropiaciones, asesinatos, mofas y palizas que ocurrían de día, a pie de calle, a cualquiera. También hubo quien se opuso, como cuenta Joachim Fest, el historiador de la resistencia a Hitler. En Núremberg, tras la guerra, se juzgó a los cabecillas de un movimiento mayoritario, y ahí se cerró la responsabilidad.
Complicidad popular
Uno de esos instrumentos de represión ha sido analizado por Frank McDonough, historiador británico especialista en el Tercer Reich, en su reciente libro «La Gestapo. Mito y realidad de la policía secreta de Hitler» (Crítica, 2016). La obra examina las historias de los detenidos, truculentas y conmovedoras, para explicar con gran eficacia el origen, los hombres de la Gestapo, sus métodos, la «caza» de «los distintos», y el final de esa criminal organización. El objetivo principal del libro es investigar el impacto de la Gestapo en los alemanes, y cómo estos eran el verdadero soporte del entramado represivo. Esa policía operó entre 1933 y 1945 contra disidentes religiosos, izquierdistas, marginados sociales, y judíos.
Lo más interesante de la obra es el relato de la ayuda que la Gestapo, una pequeña administración con menos recursos de los que da a entender su fama, recibió de la gente corriente, los vecinos, así como de la policía criminal (Kripo) y los organismos de asistencia social. Éste era, y es todavía en las dictaduras, el verdadero terror, cuando no sólo se teme al agente uniformado, sino a cualquiera. Es algo que va más allá de una policía creada para infundir miedo a los «enemigos del Estado», sino a la formación de una red social a través de una propaganda que incitaba al odio, a hacer explícito el rencor banal, para reprimir conciencias y personas. Ya señalaba Hannah Arendt en «Los orígenes del totalitarismo» (1951), que el papel de la población, con su colaboración, o simplemente con su silencio, era crucial para acabar con la disidencia en las dictaduras. El vecino era el verdadero «Big Brother» del que hablaba George Orwell.
La Gestapo era un cuerpo con menos de 15.000 agentes activos, encargados de vigilar a 66 millones de alemanes. Los oficiales no eran nazis, sino detectives de carrera llegados al cuerpo antes de que Hitler llegara al poder; es decir, eran más efectivos que los militantes nacionalsocialistas. La gran parte de las acciones e investigaciones de la Gestapo se iniciaron por avisos del público. Esa policía secreta se encargaba de asegurar la «tranquilidad social» de la comunidad y, como señaló Eric Johnson en «El terror nazi» (1999), trataba a los buenos ciudadanos con guante de seda. En consecuencia, la Gestapo, gracias a la propaganda, pero también a la cultura colectiva, no era mal vista por la mayoría de la población alemana, ni le tenía miedo.
La base legal para la denuncia era un decreto contra los «ataques maliciosos al gobierno», de marzo de 1933, ampliado con una ley que castigaba con cárcel los «comentarios subversivos» contra personalidades del Estado o del Partido. Es más; la Ley de Función Pública de 1937 obligaba a los funcionarios a informar de cualquier detalle que pudiera considerar contrario al Tercer Reich. El procedimiento estaba muy reglado: denuncia, detención preventiva de veintiún días, investigación y decisión. Muchos eran puestos en libertad sin cargos tras el uso de las «técnicas de refuerzo del interrogatorio», o con un leve castigo. El problema era la destrucción del Derecho, la arbitrariedad, porque igual, como señala en el libro McDonough, se condenaba a muerte sin pruebas, que se liberaba sin sentido. Esto era lo que generaba oposición, pero también terror entre las minorías.
Los perseguidos son conocidos, aquellos que suponían una diferencia religiosa, política, social, incluso biológica «contaminante» para la comunidad. Lo más novedoso que se encuentra en este libro es el conocimiento detallado de las personas que delataban a otras y los motivos de las denuncias. Los delatores solían ser de clase baja o trabajadores, y tan solo un 20% eran mujeres. Los hombres denunciaban a sus compañeros de trabajo o de ocio, sobre todo de la taberna, mientras que ellas acusaban a sus maridos, parientes y vecinos. En muchos casos se trataba de ajustes de cuentas, o simplemente para quitar de circulación al amante o esposa de su pareja, o parientes. Esto mismo relataba, por ejemplo, Art Spiegelman, en su novela gráfica «Maus. Relato de un superviviente» (1991), ganadora del premio Pulitzer, basada en una historia real: la denuncia de un judío a sus familiares para quitárselos de en medio. No en vano, la Gestapo tuvo un papel central en la «Solución final» contra los judíos.
Falsas delaciones
La Gestapo recibía sobre todo denuncias por motivos personales, hasta el punto de que desarrollaron un sistema para detectar falsas delaciones, aunque no las castigaban para que la gente se animara a vigilar a sus conciudadanos. Un caso típico es el de la mujer que declaró a la Gestapo que su marido hacía comentarios despectivos sobre el régimen nazi, cuando en realidad quería quitarlo de circulación para tener una aventura o deshacerse de él. La mayoría de maridos eran denunciados por motivos morales subyacentes: infidelidades, alcoholismo, o maltrato. Pero incluso detrás de la investigación de estos casos había un motivo político: la Gestapo creía que las conductas «desviadas» de las esposas de soldados minaban la moral en el Ejército. De hecho, fueron encarceladas unas 10.000 mujeres, de las cuales una gran parte fue por entrar en «contacto prohibido» con otra persona.
La persecución por motivos políticos fue minuciosa. Comunistas, socialistas, liberales, o simplemente demócratas, eran carne de la Gestapo. Panfletos con lemas tan sencillos como un «Alzaos, pueblo. Vuestro Führer miente. Romped la cruz del asesinato», escuchar radios extranjeras, o proferir chistes sobre Hitler, eran merecedores de la máxima condena. Los comunistas fueron el colectivo político más perseguido porque eran muy activos en la divulgación de «literatura de traición», a pesar del pacto entre Hitler y Stalin. Es más; el 70% de los exiliados comunistas alemanes en la URSS fueron purgados por los soviéticos. La Gestapo fue un agente más de la política eugenésica del régimen, en la que colaboraron las instituciones sanitarias y sociales. Así, se detenía a los «asociales»: homosexuales, prostitutas, mendigos, gitanos, o discapacitados físicos y mentales. La «depuración» fue profunda. Una parte esencial de los procesos de Núremberg fue el juicio a la Gestapo, declarada «organización criminal», así como a su creador Hermann Göring, gerifalte nazi que se suicidó con cianuro para no ser ejecutado.