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La memoria de los Premios Nadal

Al cumplirse 70 años de la entrega del Nadal, seis de sus ganadores recuerdan cómo fue aquel momento: José C. Vales, Lorenzo Silva, Gustavo Martín Garzo, Ángela Vallvey, Álvaro Pombo y Raúl Guerra Garrido
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Llegó contrariando voluntades, revolviéndose contra las quinielas del «establishment» literario y su corte de gurús. Todo indicaba que el galardón debía recaer en una firma con nombre, en un pope que el común reconociera enseguida. Pero, aquel año de 1944, el jurado concedió el Premio Nadal a una desconocida, a una muchacha menuda, sin el currículo de unas cuantas novelas prestigiosas que le dieran relumbre y la hicieran popular, que respaldaran las escasas bazas con las que contaba su elección. Las leyendas suelen cimentarse en decisiones osadas, imprevistas, que atentan contra el sentido común y rompen las normas establecidas. Y, en este mundo, más preocupado por el maquillaje que por la hondura de los rostros desnudos, conceder la primera edición de un reconocimiento de carácter literario a una tal Carmen Laforet, que casi nadie sabía quién era en ese momento, frisaba en lo imprudente. Pero, como el pasado ha demostrado en tantas ocasiones, lo arrojado tiene la extraña virtud de recoger recompensas imprevistas. «Nada», la obra ganadora de la primera edición del Nadal –que recibe su nombre de Eugenio Nadal Gaya, redactor de la revista «Destino», que había fallecido de manera prematura–, goza hoy del unánime apoyo de la crítica y su nombre, como el de la autora, pertenece a ese panteón de novelas míticas. Esa edición sólo fue el primer jalón de un recorrido que catapultó a otras figuras, a otros escritores, como Miguel Delibes, Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite y Ana María Matute, entre muchas más firmas. Una larga nómina que cimentó la fama del premio que,al igual que la simbólica fecha de su fallo, el 6 de enero, el Día de Reyes, todavía perdura hoy. El Nadal se ha convertido en una pieza codiciada por muchos escritores que comienzan o desean asentar su reputación. Planeta adquirió la editorial Destino, que publicaba a los ganadores, a comienzos de los noventa, y prosiguió con la tradición de sorprender a los lectores con autores que habían pasado desapercibidos y que se revelaban al mundo a partir de esa velada o con novelistas consagrados pero que nadie espera. Quizá, porque la sorpresa es una de las formas del espectáculo.

En la mesa vacía

José C.VALES. 2015: «Cabaret Biarritz»
Yo no conocía al señor Lara, naturalmente. (Los que trabajamos du-rante horas en la solitaria oscuridad de nuestro estudio domiciliario casi nunca conocemos a nadie). Pero puedo decir que, aquel día 6 de enero, me intimidaba la lejana posibilidad de encontrarme frente a frente con aquel hombretón que tenía en sus manos uno de los conglomerados empresariales más importantes del mundo, que cenaba con reyes, presidentes, ministros y premios Nobel, y le cantaba las cuarenta al presidente de Cataluña sin que le temblara una ceja.
También me atemorizaba su leyenda: aseguraban que José Manuel Lara Bosch mantenía un control férreo sobre su estructura empresarial y editorial. Como editor, al señor Lara seguramente le preocupaba lo mismo que le preo-cupa a todos los editores que conozco: vender libros (conocí a un editor al que no le preocupaba vender libros, pero tuvo que dejar el negocio pronto). En realidad, sólo los «highbrowed snobs» con abundantes rentas y los aficionados del gremio son incapaces de distinguir industria editorial y literatura, al igual que tienen dificultades a la hora de distinguir libros y literatura, o literatura culta y literatura popular. Los buenos editores conocen estos conceptos y sus límites, y no se espantan como aprendices ante un libro de cocina, una novela popular, un ensayo erudito o una novela «romántica». Saber que el libro es una importantísima industria (y la literatura un arte que a veces se expresa en los libros) es un buen modo de adentrarse en ese pantanoso terreno donde las fronteras de lo cultural y lo empresarial se difuminan. Y sospecho que José Manuel Lara conocía muy bien esos conflictivos territorios.
El pasado 6 de enero, en fin, tuve el honor de ser galardonado con el Premio Nadal y, como todo el mundo sospechaba, el señor Lara no estuvo presente. Ignoro si le habría apetecido echarle un vistazo a «Cabaret Biarritz», una novela que en parte aborda ese conflicto entre literatura popular y literatura culta, y los entresijos y trifulcas del mundo editorial. Pero me atrevo a imaginar que le habría divertido. Dicen las crónicas que el señor Lara se hacía llegar a su despacho todos los libros que publicaban sus sellos, y que con frecuencia revisaba algunos y los leía. No sé si el último Premio Nadal estará hoy en su mesa vacía.

Gracias, Majestades

Lorenzo SILVA. 2000 «El alquimista impaciente»
Las cosas son como son y conviene reconocerlas: allá por los primeros días de 1997, yo era un escritor de incierto pronóstico, después de haber logrado publicar dos novelas en pequeños sellos editoriales con las que había cosechado alguna crítica benévola y unas ventas clamorosamente insignificantes. Digamos que incluso estaba resignado a seguir escribiendo a deshora, en los ratos libres que me dejaba mi trabajo como abogado, y a que el fruto de esa labor, que no tenía ninguna intención de abandonar, porque era mi vocación desde chaval, siguiera moviéndose en los márgenes de la edición y la distribución de libros.
Juro que si presenté al Nadal de aquel año los cinco ejemplares de una novela que me habían rechazado varias editoriales españolas, prácticamente todas las importantes, fue porque me pareció que era un modo de reciclarlos alternativo al contenedor azul que había en mi calle, y no porque tuviera la más mínima esperanza de que nadie apostara por mi talento. Hasta tal punto me había olvidado del envío, que cuando el día 5 de enero de 1997 me llamó a mi casa Pilar Lucas, entonces la responsable de comunicación de Destino, me temí que fuera una broma. Todo empezó a parecer más serio cuando me empezó a hablar de horarios de aviones, aunque la revelación de que mi trabajo estaba entre los finalistas no me hizo concebir mayores expectativas que las de un viaje a Barcelona con los gastos pagados donde inexorablemente vería ganar a otros y para mí quedaría el papel de concursante de relleno de las votaciones finales. Al final el premio lo ganó otro, sí, pero se me distinguió como finalista y eso inició una larga y feliz historia, la de aquel libro, «La flaqueza del bolchevique», del que salió una hermosa película (dirigida por Manuel Martín Cuenca y protagonizada por María Valverde y Luis Tosar), y que todavía este pasado 2014, diecisiete años después, se ha reeditado un par de veces: todo un milagro en un mercado editorial donde las novelas duran menos en las librerías que los yogures en el Mercadona.
Tres años después, los Reyes Magos, en quienes desde entonces creo con todo mi fervor republicano, volvieron a favorecerme, esta vez con el premio. Recayó en «El alquimista impaciente», la segunda novela de los guardias Bevilacqua y Chamorro, con la que éstos llegaron a decenas de miles de lectores e iniciaron otra larga y feliz singladura que todavía en 2014 ha tenido una etapa más, con el que es ya el octavo título de la serie.
Intenté seguir siendo abogado durante algún tiempo, con la ayuda de mis jefes, que me permitieron disfrutar de una jornada reducida y compatibilizar mis compromisos profesionales y literarios. Pero tan sólo dos años después, en 2002, me di cuenta de que la literatura, gracias a los Reyes Magos que pasan por Barcelona cada 6 de enero desde 1944, había ganado, contra todo pronóstico, la partida. Desde entonces, aquí estoy, entregándome sin tasa a mi vocación juvenil. Gracias de corazón, Majestades.

Un trozo de pastel

Gustavo MARTÍN GARZO. 1999 «Las historias de Marta y Fernando»
Hace tiempo escuché decir a una escritora mexicana algo gracioso sobre los premios literarios. Decía que recibir uno de ellos era como oír el timbre de tu casa encontrarte en la puerta a una de tus vecinas llevando en sus manos un trocito del pastel o del bizcocho que acaba de hacer. Es una forma hermosa de hablar de los premios, y de los sentimientos de gratitud y sorpresa que provocan en ti cuando te los dan. En efecto, los premios son como ese trozo de pastel que inesperadamente te ofrecen tus vecinos, probablemente sin demasiado merecimiento por tu parte. Te hacen sentirte querido y no del todo inútil. Alguien que no da demasiado la lata y en el que se puede confiar. El Premio Nadal me hizo muy feliz porque fue del todo inesperado para mí y tenía, además, una larga y venturosa tradición ya que lo habían ganado muchos de nuestros mejores escritores: Miguel Delibes, Ana María Matute, Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Alvaro Cunqueiro, por citar solo algunos de ellos. ¿Cómo no estar contento de pasar a formar parte, no importa que como error, de tan maravillosa lista? Escribir un libro es una tarea ardua, solitaria y llena de incertidumbre. Son muchas horas de soledad, de dudas y temores, que se acrecientan cuando terminas de escribir su última página y decides ponerlo en las manos de los lectores. El Premio Nadal me ayudó a sobrellevar ese momento con mayor serenidad y esperanza. El libro premiado se titulaba «Las historias de Marta y Fernando» y tuvo además una buena acogida. Narraba los primeros momentos de la relación amorosa de dos jóvenes y recuerdo que se lo firmé a muchas parejas que me decían haber visto en la historia de mis protagonistas la historia de su propio amor. Ese fue el verdadero premio. Pienso que cuando se escribe un libro, el escritor ha de aprender algo. Puede que no llegue a saber lo que es, pero es importante que tenga el sentimiento de que algo ha cambiado en él al escribirlo. No he vuelto a leer el libro premiado pero sí recuerdo lo que creí descubrir entonces: que escribir es agradecer. La vida te entrega muchas cosas y el escritor las devuelve con sus historias. La escritura es un acto moral que implica sie mpre un compromiso con cuantos te rodean, especialmente con tus seres queridos.

La verdadera noche de Reyes

Ángela VALLVEY. 2002 «Los estados carenciales»
En mi mesita de noche vivió largo tiempo un libro maravilloso: «Nada», de Carmen Laforet. La autora era una joven de veinticuatro años cuando logró ganar un recién instaurado premio literario, el Nadal. Resultó vencedora por encima de otras veinticinco novelas que se presentaron al concurso, incluida una de César González Ruano, famoso periodista. El jurado tuvo mucho acierto, mucho tino literario.
En una España gris y más menesterosa que simplemente pobre –corría el año 1944– en la que todos los merecimientos que se otorgaban eran dados «por enchufe», por conveniencia política, por hacer pedagogía de la moral nacional-católica imperante, o porque le daba la gana al capitoste encargado del mismo, el premio Nadal suponía un atrevido acto de meritocracia, independiente y orgullosa, que ha dado frutos espectaculares a lo largo de su historia. Fue convocado en memoria de Eugenio Nadal, redactor jefe de la revista «Destino», que había muerto con veintiocho años.
Laforet consiguió cinco mil pesetas y la publicación de la obra galardonada. El premio nacía para promocionar a autores noveles o poco conocidos. Su esencia no podía ser más loable. La escritora, con una primera novela, ganó sobre plumíferos con experiencia, y lo hizo «fuera de los circuitos oficiales controlados por el Gobierno, lo que todo el mundo sabía que era mucho más meritorio», porque el juego de los premios constituía una farsa, y a pocos se les escapaba que, en España, sin recomendación no se podía ir ni a redimir penas por trabajo en prisión. El Premio Nadal era una cautivadora excepción en medio del desierto cultural de España. Me tomo el atrevimiento de citar al respecto unas frases de mi novela «Mientras los demás bailan» (Ed. Destino): «Los censores habían asegurado que la novela era “insulsa, sin estilo ni valor literario alguno. Se reduce a describir cómo pasó un año en casa de sus tíos en Barcelona una chica universitaria sin peripecias de relieve, pero no hay inconveniente en autorizar su publicación”». La censura siempre ha brillado por su estupidez, y en este caso dejaron bien alto el listón de su obtusa reputación: «Nada» es un espléndido dibujo, casi quirúrgico, del espíritu de su época.
Otra novela extraordinaria, que mereció justamente el Nadal, es «La sombra del ciprés es alargada», de Miguel Delibes, un autor por el que siento una absoluta devoción. El Nadal es un premio que ha recaído en autores que casi siempre han hecho honor al galardón que recibían. Cuando yo misma lo obtuve sentí una inmensa gratitud por formar parte de una «selección nacional» en la que figuran Ana María Matute y tantos otros que me han hecho feliz como lectora. Porque me considero lectora, más que escritora. Ésa –la lectura– es la actividad que pienso ejercitar durante toda mi vida. El día que me muera sólo espero que me dé tiempo a leer un ratito antes de partir. El premio Nadal me ha formado como lectora, de modo que es muy importante para mí. Si yo fuese solamente escritora, estoy segura de que los premios que recibiría a lo largo de mi vida serían escasos –aunque fuesen excelentes, como el Nadal–, pero como soy sobre todo lectora los premios que recojo son incontables: por cada lectura gratificante, por cada libro asombroso que cae en mis manos, ¡obtengo uno!...
Cada año, la entrega del Premio Nadal se convierte en una fiesta catalana que tiene un importante eco por toda España. La noche de Reyes en Barcelona no sería la misma sin ese acto social, que se prepara con el mimo de un gran acontecimiento. El hotel Ritz se engalana con coquetería y su atento personal no descuida ningún detalle. Los huéspedes extranjeros que suben y bajan en el ascensor miran fascinados el trasiego de periodistas, escritores, políticos, burgueses y «socialités», todos ellos vestidos con sus mejores galas. Nadie quiere perderse un ceremonial que, como pocos, ensalza y honra a la cultura.

Heredar un título

Álvaro POMBO. 2002 «El temblor del héroe»
Ganar premios literarios es estupendo y es, dentro de lo que cabe, sencillo. Querer ganarlos, en cambio, es un asunto complicado, poco recomendable para escritores jóvenes. Yo he ganado algunos premios literarios y también he perdido muchos. A los 75, mi consejo es escribir por la cantidad de energía que escribir pone en juego, el gran entusiasmo que despierta en nosotros. Y olvidar el premio o premios. Porque cuando los premios se pierden parece que se devalúa la obra presentada. Este es un efecto pernicioso, desanimante. Uno de mis personajes en «El metro de platino iridiado» se presenta precisamente al Premio Nadal y lo pierde. La novela se titulaba «Viaje de novios». Y al escritor le amarga el matrimonio. Hay que tener cuidado con la amargura porque la vida es corta y escribir, muy trabajoso. Hay que escribir de buen humor.
El Premio Nadal que yo recibí en 2012 me hizo ilusión porque me acordaba del primer Premio Nadal, «Nada», de Carmen Laforet, que fue una de las novelas españolas que leí con mayor entusiasmo de joven y que aún releo asombrado por su eficacia, su inspirada negatividad. Me pareció heredar un título. Esta sensación de continuar una tradición –no obstante su artificialidad– me encantó entonces. Me sumergí y me dejé ir en esa alegría mercadotécnica de ganar un premio. No es recomendable en esos casos mirar a los lados. Tampoco lo es sentirse exageradamente glorioso. La edad ayuda en esto: uno disfruta del instante y calcula su duración con bastante exactitud. Piensa que gana otro círculo de lectores. Y piensa que la novela premiada no es, en su caso particular, menos trabajada que las anteriores. Y uno, a mi edad, recuerda también que «las esperanzas cortesanas prisiones son do el ambicioso muere y donde al más astuto nacen canas». Uno tiene canas de sobra a estas alturas y está calvo. No está sin embargo a salvo de la vanagloria. Por eso, los premios literarios, que son fáciles de aceptar y muy gratificantes cuando se ganan, nos dejan, transcurrida la noche de autos, un poco sin aliento. Y hay que empezar a escribir de nuevo como si se hubiera perdido toda esperanza. Es decir, en serio.

Carta de escritor

Raúl GUERRA GARRIDO. 1976 «La lectura insólita de “El capital”»
Hubo un tiempo en que el Premio Nadal era el acontecimiento literario del año. Cuando lo gané en 1976 mantenía casi intacto su prestigio. Lo mismo que en la cartilla del servicio militar obligatorio de entonces se decía «valor, se le supone», el Nadal te concedía carta de escritor. El hecho de que fuese el primer Nadal después de la muerte de Franco y el título de la novela «Lectura insólita de “El Capital”» influyó en su copiosa recepción por críticos y lectores con opiniones a veces muy encontradas, dos periódicos de Madrid editorializaron sobre la novela, uno con el título de la misma y otro con el de «La acostumbrada lectura de la Biblia». Fue una gran satisfacción el ganarlo y continúo orgullo de eso.