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La última vuelta del autogiro

larazon

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España, que es un país con tendencia a perder los papeles, también es propenso a extraviar su documentación histórica, literaria y científica, que aquí somos mucho de supersticiones y festejos, pero poco del síndrome de Diógenes. Hace la retahíla de veinte años, en plena época de la informatización archivística, demostramos una vez más de lo que somos capaces de hacer y nos desmarcamos del resto del mundo traspapelando el primer plano del autogiro, una de las glorias de la nación, algo así como el Mars Pathfinder del momento (con todos los respetos hacia los muchachos de la NASA). Juan de la Cierva era un piloto con apellido de champán: Cordoníu. Un ingeniero (en su época los llamaban inventores: lo que da una idea precisa de la fe que siempre hemos depositado en la ciencia) deslumbrado por el talento de Leonardo da Vinci, un genio al que le falló el siglo. El artista anticipó en la primavera del Renacimiento el despegue vertical de vehículos aeronáuticos, aunque se ve que se le resistieron las matemáticas (y la física) que lo hacían posible. Juan de la Cierva, al que sí le acompañó la centuria y los libros de texto, apostó por subir a los cielos como la Virgen de Fátima, en pura ascensión, pero después comprobó que eso de los helicópteros, más que un dechado de virtudes, era un cúmulo de inestabilidades y riesgos, y apostó por una cosa que es el autogiro. Una de las idiosincrasias de la historia de España es nuestra capacidad innata por apostar siempre por la baza perdedora: el catolicismo, cuando se llevaba el protestantismo; y la religión, cuando debieron ser la ciencia y la ilustración, por sacar a colación un par de ejemplos muy a mano. Los ingleses, que suelen ser más linces que nosotros, aunque no hay quien encuentre un felino de esos en su ceniciento islote, entendieron enseguida que el futuro era lo que De la Cierva denominó instrumento «inestable» y, de hecho, llevaron hasta sus últimas consecuencias ese logro armamentístico que resultó ser el caza Harrier. Con esa elegancia demostraron lo pardillos que somos. Aquí jamás hemos concedido excesiva importancia a nuestros éxitos y los hombres que los procuran (que nadie salga a preguntar a los ensimismados peatones de Preciados quién es Torres Quevedo, que se le saldrían las «sneakers» de los pies). Una falta de atención que colaboró a que perdiésemos entre las cajas de un traslado o una mudanza o lo que fuera lo que hizo De la Cierva. El desaguisado lo ha resuelto la Policía Nacional, de los pocos que saben seguir una pista en nuestra piel de toro. Ellos han redescubierto esta joya testimonial entre un légamo de archivadores, libros y carpetas de toda índole. Ahora se exhibe con todo orgullo patrio en una exposición. Tampoco hay que preocuparse demasiado. Ya se nos pasará esta erupción emotiva y volveremos a dejarnos el papel por alguna esquina.

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