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La verdad sobre el tesoro del Vita

Dinero, joyas, lingotes y otros bienes incautados por la República desaparecieron entre acusaciones mutuas de Indalecio Prieto y la Junta de Auxilio a los exiliados
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Dinero, joyas, lingotes y otros bienes incautados por la República desaparecieron entre acusaciones mutuas de Indalecio Prieto y la Junta de Auxilio a los exiliados.
En la humilde localidad oscense de Villanueva de Sijena, de la que tanto hoy se habla a raíz de la devolución de su tesoro artístico por parte del Museo de Lleida, se perpetró un lamentable expolio al comienzo de la Guerra Civil española. A orillas del río Alcanadre, entre Sariñena y Chalamera, el pueblo de Sijena sigue albergando hoy un antiguo monasterio, Panteón Real de Aragón, de estilo románico tardío y cisterciense. La avanzadilla de la Columna Durruti causó allí estragos. Jesús Saba, vecino del pueblo, tenía once años cuando vio arder la virgen románica de madera, icono del monasterio, con la que los milicianos encendieron una estufa.
El lamentable episodio de Sijena trae a la memoria hoy también otro más bochornoso aún: el del tesoro del Vita. Su protagonista: Indalecio Prieto Tuero. Prieto y el mar. Curiosa vinculación la de un terrícola con el inmenso piélago. Pero hubo un barco que se cruzó en su destino. Se llamaba Vita y había pertenecido al rey Alfonso XIII con el nombre de Giralda. En su cubierta almorzó el monarca, a modo de ejemplo, con el kaiser Guillermo II en 1904. Era un yate cargado de historia, de citas importantes con jefes de Estado y otras personalidades, de momentos inolvidables en la vida de un rey. Años después, el Gobierno de Juan Negrín compró esa lujosa embarcación de 690 toneladas, dos palos y dos potentes motores, para trasladar un grandioso tesoro fuera de España. En un claro intento de guardar las apariencias ante la opinión pública, se puso el barco a nombre de un tal Marino Gamboa, ciudadano filipino y testaferro de Negrín. Como era lógico, tratándose de un súbdito estadounidense, en el Vita ondeó desde el principio el pabellón norteamericano.
Hasta un «Quijote»
El 1 de febrero de 1939, a las diez y media de la noche, se habían reunido por última vez en España las Cortes de la República en el castillo de San Fernando, en Figueras, plaza fuerte de la provincia de Gerona. En aquella fortaleza construida bajo el reinado del primer Borbón, Felipe V, situada a tan sólo 25 kilómetros de la frontera francesa, un Negrín con gesto cariacontecido se negaba a dar su brazo a torcer ante los 62 diputados de la Cámara que le escuchaban, pese a ser consciente de que la guerra estaba ya casi perdida.
Durante esa dramática sesión, se dispuso el traslado de cerca de 200 bultos –entre cajas y maletas– del castillo de Figueras a París; cajas y maletas repletas de joyas, valores y otros objetos procedentes de depósitos bancarios y del desvalijamiento de cajas particulares ordenado por el propio Gobierno republicano. Dinero y bienes, en suma, que pertenecían a los ciudadanos españoles, cuyos domicilios fueron saqueados en algunos casos por los vándalos de las checas, y que el Gobierno pretendía llevar fuera de España para «ponerlos a salvo» del enemigo. En esas cajas y maletas había oro en lingotes y acuñado, colecciones de monedas también de oro de gran valor numismático, objetos artísticos y de culto que pertenecieron al Papa Luna, el joyero de la Capilla Real, el célebre relicario del Clavo de Cristo, y hasta un extraordinario ejemplar de «El Quijote» editado en hojas de corcho.
Francisco Gordo, empleado del Banco de España de la sucursal de París, y Felipe Mesta, comisario de la Caja de Reparaciones, fueron los encargados de adquirir las 120 maletas en las que se introdujeron los 110 bultos de que constaba el cargamento del Vita, sin contar las cajas. Parte del oro pudo muy bien haber salido de las bóvedas del Banco de España, de donde se extrajeron 13.000 cajas en total, 7.900 de las cuales, según confesó luego el general soviético Alexander Orlov, encargado de su traslado a Moscú, llegaron a poder de Stalin. Las 5.100 cajas restantes se dividieron en dos expediciones más: «Una, anterior a la de Odessa –aseguraba Prieto–, que fue a Marsella, y otra, muy posterior, a Barcelona». Pues bien: si Prieto sostenía que una parte de las reservas de oro del Banco de España fue a parar a Barcelona, y si esa «parte» pudo elevarse a cien o doscientas toneladas del noble metal, es más que probable que al zarpar el Vita de la Ciudad Condal, cuando la guerra ya estaba perdida, llevase en sus bodegas parte de tan precioso cargamento. De lo contrario, sería difícil entender cómo sólo con unas cuantas «joyas y bisutería», como aseguraba Prieto que transportaba el barco, pudiese llegar para tanto. El Vita fue puesto por su propietario filipino a disposición del Servicio de Evacuación de los Republicanos Españoles (SERE), fundado en abril por el Gobierno de Negrín. Desde sus oficinas de la Rue Saint-Lazare, el SERE distribuía a los refugiados españoles por América, la mayoría de los cuales llegaban a México, donde eran atendidos por una comisión presidida por el ex rector de la Universidad de Valencia, José Puche.
Las ideas de Negrín
En las bodegas del barco se cargó, primero en El Havre y luego en Ruán, el tesoro procedente del castillo de Figueras. A bordo viajaban siete marineros nacionalistas vascos a las órdenes del capitán José Ordorica, que había sido contratado ya de palabra el año anterior por Marino Gamboa, quien luego cedió el contrato al Gobierno de Negrín.
En El Havre (Francia) subió al Vita José María Martínez Sabater, ex funcionario de Hacienda y portador de la documentación e inventario del cargamento; Enrique Puente, encargado de custodiar el tesoro en calidad de teniente coronel de carabineros, lo hizo en Ruán (Francia). Junto a Puente, viajaban varios subordinados como S. Arévalo, M. García, Alcañiz y F. Hernández. El administrador de la nave era Mariano Manresa, ex capitán del Trasmontana, que intervino en su adquisición. Acompañaba a éste su hermano Antonio, que viajaba como auxiliar administrativo o primer sobrecargo. Ambos comulgaban con las ideas políticas de Negrín. Los tripulantes pusieron rumbo a Veracruz, a cuyo puerto arribaron el 23 de marzo de 1939. Negrín había dispuesto que fuese el capitán Ordorica quien entregase personalmente el tesoro al doctor Puche. Sin embargo, puesto al habla con tierra, Ordorica confirmó que el representante del jefe del Gobierno no había acudido a la cita.
Destino fundición
La situación entrañaba un serio peligro: ¿qué hacía si no un yate de lujo frente a las costas mexicanas sin atracar en el puerto y enarbolando la bandera norteamericana, cuando ninguno de sus tripulantes tenía esa nacionalidad? El imprevisto podía originar un conflicto entre la administración estadounidense y la mexicana si ésta no actuaba con diligencia, como así sucedió. El cónsul de Estados Unidos ordenó el desalojo del barco, mientras el jefe de la Aduana subía a bordo para inspeccionar sin éxito la carga, dado que Ordorica estaba en tierra y su camarote cerrado. Fue entonces cuando irrumpió en escena la oronda figura de Prieto, quien se apoderó finalmente del tesoro. ¿Qué fue de todas esas riquezas? ¿A dónde fue a parar el relicario del Clavo de Cristo? ¿Y el joyero de la Capilla Real? ¿Qué sucedió con el célebre Manto de las 50.000 perlas robado de la Catedral de Toledo? ¿Y cuál fue el destino de las valiosas colecciones de relojes...?
Es probable que una gestión irresponsable convirtiera en lingotes de oro o plata esas piezas únicas. Un informe del Banco de México confirmaba ese aciago presentimiento. La conclusión era abrumadora: entre enero y mayo de 1940, la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE) de Prieto envió al Banco de México un fabuloso cargamento de oro fino para que procediera a fundirlo. Todo apunta a que fue un crimen contra el patrimonio histórico y artístico de España; un verdadero expolio de la propiedad privada de millares de españoles. Prieto era el único amo del tesoro del Vita. Cuando le convenía justificarse, alegaba que su actuación obedecía a indicaciones de la Diputación Permanente y de la JARE de París. Pero en la capital francesa aseguraban, en cambio, que era él quien mandaba desde México.
Una cosa, sin duda, era lo que Prieto decía: «Se giraban a la Junta, que funcionaba en París, cantidades muy considerables para auxiliar a los miles de refugiados españoles»; y otra muy distinta la realidad que reflejaba el primer balance de la JARE, cerrado el 30 de septiembre de 1939, según el cual casi el 40 por ciento del dinero gastado en sólo dos meses (1.484.250 francos) fue absorbido por la Diputación Permanente de las Cortes y se empleó en atenciones a los consejeros y funcionarios, mientras que otros 1.638.000 francos fueron a parar a la Generalitat catalana. Los refugiados por los que Prieto tanto intercedía únicamente recibieron 300.000 francos en fruta. El resto del presupuesto eran partidas administrativas y algunas ridículas subvenciones.
Muchos asilados vivían así miserablemente en los quince campos de concentración instalados en Francia y en los cuatro de Marruecos. Demasiados recluidos en estos campos fueron destinados a las Compañías de Trabajo y no recibieron ni un solo franco del SERE o la JARE. Al mando de oficiales franceses, su situación era precaria: realizaban penosos trabajos de fortificaciones y carreteras por los que tan sólo cobraban como soldada oficial cincuenta céntimos de franco diarios, aparte de la manutención y del alojamiento en barracones. Un tesoro despilfarrado a manos llenas.

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