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La voz a ella debida

Disfrutó de una garganta privilegiada, un instrumento que le permitió abordar las mejores partituras y que supo administrar con sabiduría
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Disfrutó de una garganta privilegiada, un instrumento que le permitió abordar las mejores partituras y que supo administrar con sabiduría.
En la muerte de Montserrat Caballé se nos acumulan los recuerdos y rememoramos las muchas veces que, desde los años sesenta, tuvimos ocasión de verla y escucharla. No hay duda de que fue un extraordinario fenómeno vocal. La técnica, el «savoir faire», el aplomo de la veteranía soportaron y mantuvieron una carrera que se ha extendido prácticamente hasta hace dos o tres años. En la memoria conservamos históricas recreaciones, desde aquel «Ah, perfido!» de Beethoven en el Monumental de Madrid con Hermann Scherchen en enero de 1963, con el instrumento en aquel instante joven, bruñido, terso, inmaculado. Decir Caballé en el mundo del canto es decir pureza de línea, suavidad de emisión, tersura instrumental, nitidez tímbrica, arcada de violín, filados prodigiosos. Rasgos que han definido una voz privilegiada. La artista barcelonesa desarrolló sus innatas cualidades en el Conservatorio del Liceo, donde trabajó con Eugenia Kemeny y Conchita Badía. Napoleone Annovazi, que fuera de 1942 a 1953 responsable musical del Gran Teatro del Liceu, intervino igualmente en su formación. En 1950 se produjo su primer contacto con la escena. Fue en el Teatro Fortuny de Reus con el papel de Serpina de «La serva padrona» de Pergolesi. La voz, la de una lírica pura, dotada de cuerpo y envergadura en un principio, iría adquiriendo singulares tornasoles. De ahí que en escaso tiempo estuviera preparada para abordar cometidos de cierta enjundia, centrados al principio en el repertorio germano. En ello quizá influyera la admiración que profesó a la gran soprano noruega Kirsten Flagstad, a quien tuvo ocasión de ver más de una vez en el Liceo. Sus primeras armas importantes las veló en la Ópera de Basilea con una «Bohème» en 1956, aunque al poco cantaría ya «Salomé». Pero su senda estaría orientada hacia el repertorio italiano y, sobre todo, el neobelcantismo. La propia Caballé recordaba en una entrevista el consejo que le diera Mirella Freni: «Tienes que hacer bel canto. Posees la voz adecuada. Y sabes cantar. Eso es lo indispensable». Aunque su debut en Barcelona, el 7 de enero de 1962, sería con la straussiana «Arabella». Se tiene como primer espaldarazo de su ya importante carrera aquella Lucrecia Borgia de Donizetti de 1965 en el Carnegie Hall neoyorkino, que iba a cantar en concierto Marilyn Horne. Ante su indisposición la española tomó su lugar y cosechó un éxito inenarrable. A partir de ese momento, la consagración en todos los grandes teatros y en los más importantes festivales. La fama y el estudio de nuevos papeles, hasta 80. La artista era única en el servicio a partes belcantistas de Rossini, como Fiorilla («Il turco in Italia»), «Elisabetta, Regina d’Inghilterra», Ermione, Semiramide, Madame Cortese («Il viaggio a Reims») y Mathilde («Guillaume Tell»); postbelcantistas de Donizetti, así «Lucrezia Borgia», Caterina Cornaro, «Gemma di Vergy» y las tres «Reinas»: Elisabetta («Roberto Devereux»), Anna Bolena y Maria Stuarda; y de Belllini, sobre todo Norma e Imogene («Il pirata»). De la sacerdotisa druida realizaba una soberana interpretación, con la voz fresca, igual, la afinación impoluta y, sobre todo, su gran arma, el pianísimo a flor de labios. Sus intervenciones estaban tocadas de ese aura irreal, de ese milagroso filado que todo y a todos envuelve. Es histórica e inolvidable su versión en el Teatro al aire libre de Orange en 1974: el tiempo se detiene durante un extática «Casta diva».
Un fiato descomunal
De Verdi, la cantante catalana pudo ofrecer, desde sus peculiares presupuestos, recordables aproximaciones a Violetta, Luisa Miller, Leonora (Trovador y Forza), Lina (Aroldo), Elisabetta (Don Carlo) y Aida. También de Margarita de Mefistofele de Boito o de una rareza como Ipermestra de «Les Danaides» de Salieri, Cleopatra de Giulio Cesare de Haendel –también la de Massenet– o Fiordiligi de Così fan tutte, de Mozart. La soprano manejaba con soltura su terso instrumento y daba con las claves musicales de su línea vocal, aunque se le escaparan los matices dramáticos que les otorgaban vida. Lo que la alejaba de otras colegas con las que ocasionalmente podía coincidir, como Callas, austera y trágica o Gencer, oscura y trémula. Se apartaba, asimismo, del arte más en carne viva, de ramalazo más verista de la cristalina Tebaldi. Pero ninguna como ella dominaba la técnica de la respiración, la administración del aire, que facilitaba un fiato descomunal y la construcción de frases monumentales en un solo aliento con la consecución de un legato único. Algo que le debe en parte a su primera profesora, Kemeny, que había sido atleta en su juventud. El paso de los años, como suele suceder, hizo mella en el arte y el instrumento, que fueron perdiendo enteros. Los graves, nunca su fuerte, empezaron a abrirse, a desgarrarse más de la cuenta. La fonación, siempre imperfecta, se hizo más oscura e intextricable. Se acentuó el uso indiscriminado de los filados, vinieran o no a cuento. El agudo comenzó a destemplarse. Con todo, quedaba mucho todavía y la cantante fue administrando en sus últimos años un patrimonio vocal todavía apreciable, que le permitió emplearse en recitales y que supo comunicar en sus interesantes clases magistrales.