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Coetzee nos aburre

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  • Diego Gándara

    Diego Gándara

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A medida que pasan sus libros y novelas, la obra de J. M. Coetzee (Premio Nobel de Literatura en 2003) se va decantando, poco a poco, hacia una narrativa en la cual el argumento y el estilo parecen ser lo de menos y la estructura, el tono ensayístico y las grandes preguntas comienzan a ser, en cambio, sus puntos centrales y sobre los que pivota el relato. Ya lo demostró en «Diario de un mal año», una novela en la que combinaba una estructura original y una serie de opiniones contundentes sobre el estado del mundo, sobre el poder del Estado y los efectos de su intervención en la vida cotidiana de un escritor y su joven mecanógrafa y, ahora, vuelve a demostrarlo en «Los días de Jesús en la escuela». Se trata de la decimotercera novela de este autor que ganó dos veces el Premio Man Booker (primero en 1983 con «Vida y época de Michael K.» y después, en 1999, con «Desgracia»). En «Los días de Jesús en la escuela» Coetzee continúa el camino iniciado en su obra anterior, «La infancia de Jesús», donde seguía los pasos de Simón y David, un hombre y un niño brillante que llegaban como refugiados a una ciudad llamada Novilla, un sitio en el que se hablaba español y que era, además, un vasto campo de refugiados en el que a los seres humanos se los trataba como meros objetos, como simples números de una cifra incalculable.
Así, en esta secuela de aquella novela, Coetzee vuelve a presentar a David y a Simón en el momento en que deciden dejar atrás Novilla para partir, junto a Inés, una mujer que se fascina con ese niño extraordinario y soñador, rumbo a otro pueblo llamado Estrella y donde, también, se habla español. Allí, después de varias deliberaciones entre Inés y Simón, David, que ronda los seis años, es enviado a una academia de danza que dirigen Juan Sebastián Arroyo y su elegante esposa, Ana Magdalena, quien, como Inés, también se queda prendada de David y de la particular manera que tiene de ver el mundo.
Simple y sin ornamentos
A pesar de hacer gala de una prosa bastante simple, sin ornamentos pero repleta de clichés de estilo y algo superficial, Coetzee logra, sin embargo, componer un universo complejo y al tiempo perturbador donde lo más importante no es la construcción de la trama en sí misma, sino las consecuencias que tiene en la vida íntima de cada uno de los personajes, lo cual le permite, a través de la voz de David, deslizar comentarios y opiniones filosóficas sobre las diferencias entre el ser humano y el animal, sobre lo que significa ser adulto y ser un niño, sobre el cuerpo y el alma, el odio, el amor, la paternidad, la justicia, la verdad, el pecado y el fin del mundo, entre otros temas. «La caridad es la bondad de los demás, la bondad de otras personas», dice David, por ejemplo, en un momento de esta novela inclasificable que, más allá de la endeblez que proyecta su argumento, perdura en la memoria del lector como un sueño atroz. Un sueño inquietante y oscuro que no ofrece certezas ni garantías pero que permanece abierto, siempre abierto, ante el silencio del mundo.