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El asesino era el hombre del saco

Ilaria Tuti triunfa con una obra con una atípica investigadora y un criminal con aires de artista
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Ilaria Tuti triunfa con una obra con una atípica investigadora y un criminal con aires de artista.
La autora friulana Ilaria Tuti debuta con una intriga policiaca que ha saltado la frontera italiana. «Flores sobre el infierno» se acoge a la «intriga rural» protagonizada por una detective que encaja en la caracterología del investigador problemático: Teresa Battaglia es una «profiler» sesentona, enferma y cascarrabias obsesionada por los asesinos en serie, con un ayudante novato a quien martiriza por su mal genio y sadismo pedagógico.
Con una intriga compleja, la novela se desliza como un trineo por un eslalon de nieve a toda virolla. Y no descarrila porque dentro de su heterodoxia se ajusta, paradójicamente, a los clichés al uso de la novela negra rural. A saber: una mujer policía cuyo modelo es Marge Gunderson (Frances MacDormand) en «Fargo» (1996), y un fantasmal asesino en serie que habita los Alpes nevados y que ritualiza sus asesinatos disponiéndolos como instalaciones de arte contemporáneo. El porqué los detectives «posmo» son seres problemáticos podría encontrarse en el ascenso de los crueles asesinos sin rostro de Mankell, que han acabado por ocupar el lugar protagonista, imponiéndose por encima del detective. Se diría que el avance de la ciencia forense y el grandioso desorden mental del delincuente han cuestionado la figura del investigador, convertido en el otro del criminal, la contrafigura del «serial killer», su yo irracional que desafía a la criminalística.
Evolución de la novela negra
Si la racionalidad propició la figura del detective (Dupin, Sherlock Holmes), la medicina forense lo ha devaluado a figura subsidiaria del criminal, que se debate entre la instalación artística y el apropiacionismo que fusiona arte y vida, o muerte. Muy bien expuesto por Ilaria Tuti en este libro con su intrahistoria del nazi y los niños cautivos y el criminal que se comunica mediante una simbología primitiva. La historia no deja de ser un cuento de hadas «desplazado» en el que el asesino es una variante del hombre del saco. Hasta los años 90, la novela negra discurría por los cauces convencionales. El detective se enfrentaba a un crimen y lo resolvía, restaurando el orden social. A partir de Chandler y Hammett, la bruma envuelve un orden social en el que están involucrados asesino y magnates, policías y jueces. El detective, buscando a un criminal, pone patas arriba el estanque dorado corrupto.
Sí, es el asesino en serie quien desplaza al detective. En «El silencio de los corderos» (1991), una detective vive atrapada en un horrísono mundo interior, incapaz de atrapar al asesino sin la guía de un criminal hiperbólico. Un ser tan poderoso literaria y cinematográficamente que desplaza al detective a una posición subsidiaria, apabullado por la preponderancia de la ciencia forense. La novela refleja ese cambio: mujer policía enérgica pero atribulada; un homicida que «instala» a las víctimas en un escenario metartístico para que la detective lo interprete como hermeneuta y entable un «diálogo» con ese monstruoso ser y lo libere del horror que lo habita. Es así como Tuti consigue una obra de intriga de morbosa belleza poética: el encanto del mal.

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