El falso heredero azteca
Jordi Soler teje un monumental engaño en su nueva obra
La narrativa de Jordi Soler (La Portuguesa, Veracruz, 1963) – «Los rojos de ultramar» o «La fiesta del oso», entre otras celebradas novelas–, se caracteriza por combinar el testimonialismo civil y la crónica socio-histórica con la reflexión simbólica y ética sobre el poder político y sus arraigadas perversiones, sin obviar un acertado componente humorístico. Ahora traza un inteligente divertimento centrado en la investigación que lleva a cabo un periodista reconstruyendo, entre la realidad y la invención, una historia que se remonta a la figura de Don Juan de Grau, noble español encuadrado en las huestes de Hernán Cortés y partícipe prominente de la colonización de México, hasta el punto de secuestrar a una princesa azteca hija de Moctezuma. Consuma el rapto llevándosela a su castillo del Pirineo catalán y dando origen así a toda una descendencia que llega hasta la actualidad, pasando por la inmediatez del franquismo con un atrabiliario personaje, Kiko Grau, autoproclamado príncipe de una quimérica Orden Imperial de la Corona Azteca. En la España de los años sesenta, este taimado estafador se dedicará a la venta de impostados títulos nobiliarios, abracadabrantes condecoraciones y variadas absurdas prebendas. Desde el esplendor de esos días a la decadencia final, asistimos a estrambóticas situaciones constitutivas, en realidad, de una fábula moral sobre las servidumbres que genera la autoridad) los despropósitos de una ilegítima jerarquía social y la tendencia picaresca de la condición humana.
Entre insospechados giros argumentales, «cameos» como los de Dalí o Camilo José Cela, insólitos ingredientes esotéricos con los templarios al frente, desmitificados fastos imperiales, la pertinaz búsqueda de un recóndito tesoro o los incontables pleitos judiciales entre esta mixtificada aristocracia prehispánica, fluye esta imaginativa metáfora sobre la hipócrita ostentación social y la falacia de muchas identidades de huera representatividad. No falta la contenida ternura de unas ocurrentes anécdotas, una tolerante mirada sobre la vanidad humana y el mantenido sarcasmo sobre los oropeles de todo poder establecido; o un cierto misticismo contemplativo al interiorizar un misterioso entorno: «¿Cómo se conduce uno con un paisaje que te mira por dentro? ¿Cómo, si no hubiera límite o frontera entre el paisaje y el cuerpo que lo mira, lo pisa y lo respira?» (pág. 167) Una conseguida y divertida novela.