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«El libro de la Selva», ilustrado y más salvaje que nunca

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  • La Razón es un diario español de información general y de tirada nacional fundado en 1998

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El libro de la Selva de Rudyard Kipling es una de esas obras que, lejos de perder vigencia, sigue encontrando a miles de lectores generación tras generación. La fábula del niño Mowgli criado por los lobos, del oso Baloo, de la pantera Bagheera y del malvado tigre Shere Khan se ha convertido en un arquetipo universal que reúne, como los grandes mitos, lo mejor y lo peor de las andanzas del ser humano en esa jungla inmensa que es el planeta Tierra.
Además de su indiscutible valor literario, El libro de la Selva es una obra sumamente visual, que se presta como pocas para ser acompañada por la interpretación gráfica de artistas que actualizan la visión original de Rudyard Kipling. Esta edición contiene las ilustraciones de Gabriel Pacheco, que con un estilo que oscila entre lo real y lo místico añade al texto una dimensión extra, para acompañar a los lectores en ese viaje a través de la jungla de Kipling y sus animales inmortales, que escenifican una y otra vez sus historias para nuevos lectores interesados en acercarse a ellas.

CAPÍTULO 1º

Los hermanos de Mowgli

El murciélago Mang se acuesta pronto
y la noche la trae Chil, el milano.
Nosotros rondaremos hasta el alba,
por eso se guarecen los rebaños.
Garras, uñas, colmillos: Adelante.
Es la hora del salto y de la presa.
¡Escuchad la llamada y cazad bien,
observando las leyes de la Selva!
Eran las siete de una tarde muy calurosa en las colinas de Seeonee cuando Padre Lobo despertó de su descanso diurno, se rascó, bostezó, y estiró las patas, una tras otra, para quitarse la sensación de sueño que notaba en las puntas. Madre Loba estaba tumbada, tapando con el gran hocico gris a sus cuatro lobeznos inquietos y chillones, y la luna entraba por la boca de la cueva en que vivían.
—¡Augr!* —dijo Padre Lobo—. Ya es hora de ir de caza.
E iba a lanzarse cuesta abajo cuando una sombra pequeña, con una cola peluda, cruzó el umbral y aulló:
—La buena suerte os acompañe, Jefe de los Lobos, así como a vuestros nobles hijos.** Les deseo unos dientes blancos y fuertes, y que no olviden nunca a los hambrientos de este mundo.
Era el chacal (Tabaqui, el Lameplatos), y los lobos de la India detestan a Tabaqui, porque siempre va por todas partes sembrando cizaña, contando chismes, comiendo trapos y trozos de cuero que encuentra en los montones de basura de las aldeas. Pero también le temen porque Tabaqui, más que nadie en la Selva, suele tener ataques de locura, y entonces olvida que alguna vez tuvo miedo y corre entre los árboles mordiendo todo lo que se le cruza en el camino. Incluso el tigre huye y se esconde cuando al pequeño Tabaqui le da un ataque, pues la locura es lo más deshonroso que le puede ocurrir a un animal salvaje. Nosotros lo llamamos hidrofobia, pero ellos lo llaman dewanee (la locura) y huyen al decirlo.
—Entrad, pues, y mirad —dijo Padre Lobo ásperamente—, pero aquí no hay comida.
—Para un lobo, no —dijo Tabaqui—, pero para alguien tan despreciable como yo, un hueso seco es un banquete. ¿Quiénes somos los gidur-log (el Pueblo de los Chacales) para andar con melindres?
Se adentró rápidamente hacia el fondo de la cueva, donde encontró un hueso de gamo con algo de carne y se sentó alegremente, dispuesto a partirlo.
—Os estoy muy agradecida por esta buena comida —dijo relamiéndose—. ¡Qué hermosos los nobles hijos! ¡Qué ojos tan grandes! ¡Tan jóvenes, además! Por supuesto, por supuesto... debería haberme acordado de que los hijos de reyes son hombres desde el primer momento.
Es evidente que Tabaqui sabía, tan bien como cualquiera, que nada hay tan funesto como alabar a los hijos estando ellos delante; y le alegró ver que Madre Loba y Padre Lobo se ponían nerviosos.
Tabaqui permaneció unos instantes en silencio, disfrutando del daño que había hecho; después dijo maliciosamente:
—Shere Khan, el Grande, se ha mudado de territorio. Durante la siguiente luna cazará en estas colinas, según me ha dicho.
Shere Khan era el tigre que vivía cerca del río Waingunga, a treinta kilómetros de distancia.
—¡No tiene ningún derecho! —saltó Padre Lobo enfurecido—. Según la Ley de la Selva, no tiene derecho a cambiar de territorio sin avisar a tiempo. Va a asustar a todas las piezas de caza en dieciséis kilómetros a la redonda y yo... yo voy a tener que estar matando por dos durante una temporada.
—Su madre no le llamaba Lungri (el Cojo) sin razón —dijo Madre Loba con gran tranquilidad—. Ha estado cojo de un pie desde que nació. Por eso mata solamente ganado. Ahora que los aldeanos del Waingunga están furiosos con él, tiene que venir aquí a enfurecer a los nuestros. Rastrearán la Selva de arriba abajo cuando él ya esté lejos y tendremos que salir corriendo con nuestros hijos cuando enciendan la hierba. ¡Se comprende que estemos muy agradecidos a Shere Khan!
—¿Deseáis que le hable de vuestra gratitud? —dijo Tabaqui.
—¡Fuera! —ladró Padre Lobo—. Fuera y a cazar con vuestro amo. Ya habéis hecho bastante daño por esta noche.
—Me voy —dijo Tabaqui tranquilamente—. Ya se oye a Shere Khan entre los matorrales. Me podía haber ahorrado la noticia.
Padre Lobo se puso a escuchar, y en el valle que descendía hasta un riachuelo oyó el gemido seco, enfurecido, impaciente y monótono de un tigre que no ha atrapado nada y al que no le importa que se entere toda la Selva.
—¡El muy imbécil! —dijo Padre Lobo—. ¡Empezar la labor de una noche haciendo ese ruido! ¿Se creerá que nuestros gamos son como sus bueyes gordos del Waingunga?
—¡Chss! No son gamos ni bueyes lo que caza esta noche —dijo Madre Loba—. Busca al Hombre.
El gemido se había convertido en una especie de ronroneo zumbón que parecía llegar de todas partes. Es el ruido que aturde a los leñadores y gitanos que duermen al aire libre, y que a veces les hace salir corriendo a meterse justo en la boca del tigre.
—¡El Hombre! —dijo Padre Lobo enseñando todos sus dientes blancos—. ¡Puaj! ¿Es que no hay suficientes ranas y escarabajos en las charcas como para que tenga que comerse al Hombre, y en nuestras tierras además?
La Ley de la Selva, que nunca impone nada sin tener un motivo, prohíbe a las fieras que atrapen al Hombre, excepto cuando estén matando para enseñar a sus hijos, y entonces deben hacerlo fuera de los límites de caza de su manada o tribu. La verdadera razón de esto es que matar al Hombre significa, tarde o temprano, la llegada de hombres blancos con armas, montados encima de elefantes, y de centenares de hombres marrones con gongs, cohetes y antorchas. Todos los habitantes de la Selva sufren entonces. La razón que las fieras se dan unas a otras es que el Hombre es el más débil e indefenso de todas las criaturas vivientes, y tocarlo no es digno de un buen cazador.
También dicen, y es cierto, que los devoradores de hombres se vuelven sarnosos y pierden los dientes.
El ronroneo se fue haciendo más fuerte y terminó en el «¡Aaar!» a pleno pulmón que lanza el tigre al atacar.
Entonces se oyó a Shere Khan dar un aullido impropio de un tigre.
—Ha fallado el golpe —dijo Madre Loba—. ¿Qué será?
Padre Lobo corrió unos pasos hacia fuera, oyendo a Shere Khan murmurar y refunfuñar ferozmente mientras daba saltos en la maleza.
—Al muy imbécil no se le ha ocurrido nada mejor que saltar al fuego de unos leñadores, y se ha quemado las patas —dijo Padre Lobo soltando un gruñido—. Tabaqui está con él.
—Algo sube por la cuesta —dijo Madre Loba, levantando una oreja—. Preparaos.
Se oyó un crujido de arbustos en la maleza y Padre Lobo se echó al suelo, con las ancas debajo del cuerpo, listo para atacar. En ese momento, si hubierais estado delante, habríais visto la cosa más asombrosa del mundo: un lobo deteniéndose en pleno salto. Se había lanzado antes de ver lo que estaba atacando, y entonces había intentado detenerse. El resultado fue que salió disparado hacia arriba, en línea recta, recorriendo una distancia de un metro y medio, más o menos, y volvió a caer casi en el mismo sitio.
—¡Un hombre! —dijo bruscamente—. Un cachorro de un hombre. ¡Mirad!
Justo delante de él, agarrándose a una rama baja, había un niño desnudo, de piel morena, que casi no sabía andar; la cosa más diminuta, suave y rechoncha que jamás había entrado en la cueva de un lobo por la noche. Levantó la vista para mirar a Padre Lobo y soltó una carcajada.
—¿Eso es un cachorro de hombre? —dijo Madre Loba—. Es el primero que veo. Traedlo.
Un lobo que esté acostumbrado a llevar a sus cachorros de un lado a otro puede, si es necesario, llevar un huevo en la boca sin romperlo, y aunque las quijadas de Padre Lobo se cerraron sobre la espalda del niño, ninguno de los dientes le arañó la piel al depositarlo entre los lobeznos.
—¡Qué pequeño! Qué desnudo y... ¡qué atrevido! —dijo Madre Loba suavemente. El niño se estaba haciendo sitio entre los cachorros para acercarse al calor de la piel.
—¡Ajai! Ahora está comiendo, igual que los otros. Así que esto es un cachorro de hombre. Pues a ver si ha habido alguna vez una loba que pudiera alardear de tener un cachorro de hombre entre sus hijos.
—Alguna vez he oído historias parecidas, pero no en nuestra manada ni en estos tiempos —dijo Padre Lobo—. No tiene absolutamente nada de pelo y podría matarlo de un zarpazo. Sin embargo, fijaos, nos mira sin miedo.
La luz de la luna dejó de entrar por la boca de la cueva, ya que la gran cabeza cuadrada y los hombros de Shere Khan se precipitaron hacia dentro. Tabaqui, detrás de él, chillaba:
—¡Señor, señor, ha entrado aquí!
—Shere Khan, es un gran honor para nosotros —dijo Padre Lobo, pero sus ojos estaban enfurecidos—. ¿Qué desea Shere Khan?
—Mi presa. Un cachorro de hombre ha venido hacia aquí —dijo Shere Khan—. Sus padres han huido. Dádmelo.
Shere Khan se había lanzado sobre el fuego de unos leñadores, como había dicho Padre Lobo, y estaba furioso por el dolor de sus patas quemadas. Pero Padre Lobo sabía que la boca de la cueva era demasiado estrecha para que entrara un tigre. Incluso donde estaba, Shere Khan tenía los hombros y las patas delanteras apretados por falta de espacio, como estaría un hombre si tuviera que luchar dentro de un barril.
—Los lobos son un pueblo libre —dijo Padre Lobo—. Reciben órdenes del jefe de la Manada y no de cualquier matarreses a rayas. El cachorro de hombre es nuestro, para matarlo si queremos.
—¡Si queremos y si no queremos! ¿A qué cuento viene eso de si queréis o no? Por el Toro que maté, ¿es que tengo que meter las narices en vuestra perrera para conseguir lo que es mío en justicia? ¡Soy yo, Shere Khan, quien habla!
El rugido del tigre llenó la cueva de un ruido atronador. Madre Loba se separó de los cachorros sacudiéndose y se lanzó hacia delante, haciendo frente a los ojos chispeantes de Shere Khan con los suyos, que eran como dos lunas verdes en la oscuridad. (...)

FICHA

«El libro de la Selva», de RUDYARD KIPLING
Ilustraciones de GABRIEL PACHECO
Sexto Piso Ilustrado, 240 pp.
P.V.P. 25,00€

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