El viajero urbano
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El Camilo José Cela que tanto destacó internándose en terrenos pueblerinos o montañosos, en vívidas crónicas de puro vagabundo que observaba poética y crudamente su entorno, por la Alcarria, por los Pirineos, por la sierra del Guadarrama, también fue un paseante de asfalto memorable. En 1966 publica «Madrid»; en 1970, «Barcelona»: sus dos libros urbanos de las principales ciudades de España en un lustro en que su libertad creativa estaba en su apogeo con la compleja novela «San Camilo, 1936», ambientada en la semana precedente al estallido de la Guerra Civil y escrita en forma de monólogo interior, y con conjuntos de relatos hoy bastante olvidados como «La familia del héroe» o «La bandada de palomas». Estos dos libros, unidos en la edición de Ediciones del Viento que estos días se presenta en ambas ciudades, y con un mismo subtítulo muy llamativo, «Caleidoscopio callejero, marítimo y campestre de C.J.C. para el reino de ultramar», son el testimonio de un Cela muy vinculado con el Madrid que había convertido en protagónico en «La colmena» y con la Barcelona con la que sobre todo tenía vínculos editoriales. El autor gallego afirma en el primero que «se trata de sacarse de la manga, o del caletre, un poco a la pata la llana y sin poner el paño al púlpito, un libro nada solemne sobre el pueblo menos solemne de nuestra geografía»; de tal modo que la capital española es vista como una «villa golfa y señora como las duquesas de los romances». Con respecto a la urbe catalana, «la próvida y rica, la de la mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro», destacarán varias descripciones que hace de sitios emblemáticos como la Plaza de Cataluña, que «es grande, muy grande; confusa, muy confusa, y bancaria, muy bancaria», pues ya en aquella época compartían espacio unos diez bancos («con los cuartos almacenados tras estos muros podría comprarse medio país»). Y de la Pedrera hablará en estos términos: «Es la joya del paseo de Gracia y semeja un monstruo fósil, poético y bellísimo». Estas últimas palabras ya reflejarían lo que explicó José María Pozuelo Yvancos cuando analizó el «Viaje a la Alcarria»: sus frecuentes series de adjetivación triple a final de frase. Y es que, como dejó dicho José Ángel Valente: «La prosa del narrador tiene una prolongada preparación poética o hunde profundamente en la poesía muy sólidas raíces». En este caso, la poesía de lo urbano.