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En la panadería con Breton

larazon

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La secular crisis del teatro, el minoritario público lector de poesía y el agotamiento del género novelístico son arraigados tópicos culturales que, en el último caso, resulta claramente desmentido con la obra literaria de Gonçalo M. Tavares (Luanda, Angola, 1970), quien, en los últimos años, ha elaborado una narrativa a medio camino entre la glosa referencial de admirados escritores, un velado autobiografismo, el juego con la ambivalencia autorial y una original mitificación de la cotidianidad. Bajo la influencia de grandes mixtificadores de la realidad como Kafka, Borges, Ítalo Calvino, George Perec o nuestro Enrique Vila-Matas, «El barrio» es un raro aunque deslumbrante artefacto literario que recrea, en orden al origen portugués de su creador, un particular Chiado lisboeta que cuenta con vecinos como Paul Valéry, Bertold Brecht, Henri Michaux, Robert Walser o André Breton; sin que falte el mismísimo Eliot conferenciando sobre Auden y Silvia Plath. Esta deliberada saturación de pura literatura no lastra la deliciosa ficción de un relato de imaginativo vanguardismo e ingenioso argumento, si por tal podemos –y debemos– tener al conjunto de sorprendentes ocias, felices dislates, extravagantes adivinanzas o irónicos aforismos que forman este inclasificable libro.
Maleta bien cargada
Emociona encontrar aquí a estos ilustres escritores en amable conversación, yendo de compras o paseando por las quiméricas calles de un ensoñado barrio ideal, un limbo metaliterario con personajes desmitificados en su irónica y desinhibida configuración. Es un estilo de desconcertante eficacia que desarma al lector de cualquier referencia lógica: «Como le gustaba leer e iba a un largo viaje, el señor Juarroz (el poeta argentino Roberto Juarroz) decidió meter en la maleta seis ejemplares del mismo libro» (pág. 186); sin olvidar un risueño sentido transgresor:«Hay hábitos (reflexiona el ensayista satírico austríaco Karl Kraus) que jamás se abandonan. El buen político llega atrasado hasta a la inauguración de un reloj» (pág. 340); o hilarantes sarcasmos ante existenciales disyuntivas: «El hombre a la mitad de la escalera dudaba desde hace varios días entre subir o bajar. Pasaron los años y el hombre seguía dudando: «¿Subo o bajo? / Hasta que un día la escalera se cayó» (pág. 171); y notas de humor negro que recuerdan a la greguería aforística de un Gómez de la Serna: «Una mujer gorda que quería perder peso llegó al médico y dijo: ‘‘Córteme una pierna”» (pág. 135).
Una prosa, en suma, rebosante de un ácido simbolismo metafórico, trasunto analógico de la realidad cotidiana, pero alejada de ella por un ingenioso proceso de literaturización. En el muy idóneo prólogo de Alberto Manguel se citan unas palabras de Yourcenar: «Mi patria son los libros»; bajo tal premisa debe ser leída esta obra, cuya inexistente acción pertenece a las fabulescas regiones del ensueño y la imaginación. Quizá sólo falte ya Fernando Pessoa –vecino real del Chiado en su día– para atestiguar una vez más que «el poeta es un fingidor»; al igual que Tavares y su inmejorable ficcionario.