Ese oscuro objeto del deseo
l arte de coleccionar viene de antiguo. Es una de las pasiones humanas más antiguas que existen y tiene una perspectiva casi metafísica. Prueba de ello es el célebre cuento «La biblioteca de Babel», que Jorge Luis Borges publicó en 1941 y que evoca en un tono cosmológico la existencia de una biblioteca formada por todos los libros posibles y preexistente al hombre. La idea de la colección exhaustiva, la biblioteca universal, el museo total o la «Kunstkammer» provista de todas las maravillas del cosmos, alienta en el fondo a todo coleccionista. Cuando en tiempos helenísticos se fundaron las primeras instituciones culturales estatales, es decir, la Bibliotheca y el Museion alejandrinos, se pretendió preservar todo lo digno de coleccionar en una especie de «canon» (regla, tras la etimología griega) de los autores que debían ser «incluidos» –«hoi enkrithentes»– en ese catálogo universal para la posteridad.
Culto, exquisito
Ni que decir tiene que, lejos de la utopía borgeana, toda colección conlleva una selección y que el coleccionista condiciona con su elección la supervivencia de unas obras y no de otras. El coleccionismo, así, ha cambiado para siempre nuestra percepción de cada momento histórico y de su espíritu a través de las muy diversas bibliotecas y colecciones desde la Antigüedad a la Edad Media. Además de la célebre y malograda biblioteca de Alejandría, pienso en la biblioteca y «scriptorium» imperial de Constantinopla o en las grandes colecciones de manuscritos emprendidas en monasterios como Montecassino o Saint Gall con ánimo erudito y coleccionista del saber universal, que luego heredarían las primeras universidades europeas.
Al coleccionismo –con especial mención de la bibliofilia– se dedica ahora un libro culto y exquisito de redactado de Philipp Blom, escritor e historiador que pertenece, él mismo, a una estirpe de coleccionistas bibliófilos. Nos proporciona Blom lo que constituye un auténtico florilegio de coleccionistas, una colección de antólogos que recorre desde los albores de la Edad Moderna hasta nuestros días. Ha prescindido el autor de los coleccionistas de la Antigüedad y la Edad Media, aunque hay que señalar que ahí comienza a atestiguarse esta pasión, profundamente humana, pero que, como decimos, más bien tiene que ver con un anhelo de lo absoluto, de la exhaustividad divina que podría otorgar al coleccionista una cierta inmortalidad. El autor logra introducir la noción de que el coleccionismo es un motor de la historia cultural europea desde el punto de vista de la historia de las mentalidades. Y lo hace con erudición y con una gran carga emotiva personal, pues comienza evocando los recuerdos de la tienda de su abuelo en Ámsterdam, una parada obligada de la bibliofilia de su época, y de sus años de formación.
Al hilo de estos recuerdos, el lector se va adentrando en el catálogo particular de los coleccionistas, que, lejos de la banalidad o la superficialidad que pueda denotar el término hoy, va intrínsecamente ligada a la historia de la Ilustración europea. En la tradición de la «Kunstkammer» o del «Kunstschrank», ese gabinete de maravillas en el que se albergaban desde los pilares del saber cósmico a las curiosidades más extrañas, la obra nos presenta apasionantes semblanzas de coleccionistas más o menos célebres. Aprendemos acerca de la pasión por recopilar reliquias y manuscritos del culto Felipe II o por las curiosas oscuridades de su sobrino Rodolfo II en el gabinete de su palacio imperial de Praga. Desde el primer estallido de coleccionismo en el siglo XVI con Aldovrandi, se pasa a figuras emblemáticas como el doctor Ruysch, con sus caprichosas alegorías y vanitas compuestas por cadáveres de infantes, mezclando arte y medicina, coleccionismo y moral en sus sorprendentes composiciones. O la fascinante historia de la colección de los zares en el Hermitage, inaugurada gracias a la atracción de Pedro el Grande por las anatomías morales de Ruysch. Y así, «ad libitum», se encuentra en este libro un catálogo de grandes y pequeños coleccionistas, desde Denon o Pierpoint Morgan, génesis de la museología moderna, hasta las extravagancias más kitsch.
El catálogo, la colección etiquetada de la realidad, es la forma de poesía más antigua que existe y nos demuestra que el coleccionismo es un arte primordial y sofisticado. Recuérdese el catálogo de las naves del libro segundo de la «Ilíada», donde el poeta pasa revista a las tropas que se enfrentarán en su épica. Otro tanto hace Don Quijote cuando enumera catalógicamente, intuidas desde lejos entre el polvo de La Mancha, las tropas de fieros bárbaros que no son sino prosaicos rebaños. Pero no importa, el catálogo tendrá una perdurabilidad metafísica: crea mundos simbólicos y permanentes. Con la excusa del coleccionismo, el ser humano se torna demiurgo: su labor es nada menos que nombrar (o renombrar) la realidad, etiquetarla y clasificarla, lo que muchas veces equivale a crearla (o recrearla). De una forma sugestiva y brillante, Philipp Blom nos guía en este libro por el anhelo de coleccionar, es decir, de pervivir en una colección eterna. Es una manera entretenida e instructiva, en fin, de recorrer el alma humana.