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Gay Talese nunca ha tenido vértigo

larazon

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Hace más de medio siglo, miles de hombres se alistaron para construir la gigantesca estructura que hoy une Brooklyn y Staten Island. Acudieron de todos los rincones del país para dar forma a un monumento de ingeniería llamado a convertirse en el puente colgante más largo de Estados Unidos y el sexto del mundo. Durante los cinco años que duró su construcción, los anónimos obreros trabajaron durante jornadas leoninas a 180 metros por encima del puerto; algunos quedaron lisiados, otros perdieron la vida, la mayoría continuó combatiendo contra el vértigo con vigas de acero por fusil. Cuando se celebró el 50 aniversario del puente Verrazano-Narrow, el arquitecto, el ingeniero jefe y demás «cuellos blancos» acudieron a la ceremonia, pero ninguno de los trabajadores fue invitado. De un modo casi visionario, Gay Talese, periodista de «The New York Times» durante 1964, ya les había rendido su propio homenaje con «The Brigde», una crónica del drama humano que se escondía detrás de aquella monumental construcción.
Llegan los «boomers»
Sus artífices, los «boomers», eran mitad artistas circenses y gitanos en su otra parte, gráciles en el aire e intranquilos en el asfalto. Llegaban a las ciudades en expansión en pleno boom de la construcción (de ahí su apodo), montados en enormes coches para ocupar habitaciones amuebladas, caldearse con whisky acompañado de chupitos de cerveza y perseguir a mujeres que no tardarían en olvidar. Nunca se quedaban más tiempo del que el puente, el rascacielos o la autopista requerían. Sobre estos guerreros del metal y el hormigón posó su mirada Talese para registrar tanto su esfuerzo como sus peripecias vitales. De todo ello dio buena cuenta en el libro que ahora se reedita bajo el título original («El puente»), acompañado de un prefacio y un epílogo actualizados.
El autor no pretende celebrar el puente sino a los hombres que lo levantaron y que, como soldados en combate, se unieron por una causa común, uniformados, y con pesadas herramientas amarradas a la cintura. Como una suerte de guerra inversa que pretendiera derribar la gravedad por la fuerza. Un potente batallón de ocupación amistosa con el que pasó días, alternó en sus bares, condujo sus camionetas y compartió el pan con sus familias. A día de hoy, todavía recuerda sus nombres, sus vivencias, y mantiene vivo el contacto. Todo ese esfuerzo para acometer una épica narrativa de la que es máximo exponente, junto a nombres infinitamente más conocidos en nuestro país como Wolfe o Hunter Thompson. Precursores del arte de la «no ficción», un género que desde su misma definición negativa (lo que no es ficción) se presenta inabarcable pero no es otra cosa que un apego a lo tangible y una pasión por el detalle. Lo que hace a una noticia perdurable más allá del titular de un diario. La no ficción de Talese aporta valores que exceden los intrínsecos de cualquier reportaje, sin que por ello deje de cumplir con cuanto se espera de un cronista. No parecen interesarle los sucesos en sí mismos, sino relatar con hechos aquello que es digno de ser recordado, transmitido al futuro, pero desde un ángulo distinto al del historiador o el periodista. Solo así el resultado de sus páginas es un modelo capaz de vivir a su tiempo, espacio y lugar. Perfectos clásicos en un género que ya anticiparan plumas como la de Egon Erwin Kisch, cuando los márgenes de la crónica periodística no estaban dibujados, y que desembocaría en Svetlana Alexievich, para dignificar el noble arte de la profesión. El inspirador de la serie «Los Soprano» tiene a su espalda el currículo de un reportero 4x4 capaz de escribir aseadamente sobre política, deporte, finanzas o aquello que su jefe de redacción le encomendara. Pero su maleabilidad se compensaba con la devoción por escritores como Hemingway y Fitzgerald, a quienes homenajea con la exigencia de corregir cada página hasta que la tinta se torna en sangre.
«Cuentos con nombres reales» es la máxima que ha desarrollado Talese a la hora de hacer un relato en el que incorpora recursos literarios al lenguaje periodístico y da voz a sus personajes mediante escenas y diálogos para captar la esencia humana que excede a la pura noticia. Solo un escritor dotado de una excepcional capacidad de observación es capaz de crear un estilo propio conformado por apuntes tomados del natural armonizados con un estilo personalísimo.

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