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Henry Miller, más allá del sexo

Henry Miller, más allá del sexo
Henry Miller, más allá del sexolarazon

En 1940, Henry Miller regresó a su país, Estados Unidos, que habían prohibido sus novelas por obscenas, después de vivir en París diez años y emprende un viaje en coche para recorrerlo. Quiere comprobar –menos en algunos estados sureños en los que la sencillez sí le pareció una realidad cotidiana– lo que su admirado H. D. Thoreau había denunciado cien años antes: que el hombre seguía de espaldas a la naturaleza, que la democracia y la libertad eran una entelequia, que la ambición económica había embrutecido la vida y el trabajador era explotado de maneras mecánicas diferentes pero con igual o más flagrante agresividad, por no hablar de los valores de la educación, que brillaban por su ausencia. Aquel trayecto daría como resultado un libro, titulado «Una pesadilla con aire acondicionado», en el que Miller tan pronto criticaba el gusto arquitectónico de algunas ciudades como reflexionaba sobre la creatividad: «Un artista es fundamentalmente alguien que tiene fe en sí mismo. No responde a estímulos normales; no es un esclavo ni un parásito. Vive para expresarse y al hacerlo enriquece el mundo». Este libro, hasta ahora inédito en español y de extraña andadura editorial, da muestras de ello por completo: «Quisiera dar un gran rodeo» (traducción de Carlos Manzano), compuesto por las cartas que el narrador envió a Michael Fraenkel, «un oscuro escritor americano nacido en Lituania», como revela Michael Hargraves. Este cuenta los pormenores de las presentes cartas, escritas en París entre 1935-1938 y que tenían un origen bien singular: el objetivo de realizar un libro de exactamente mil páginas –al final se quedaron lejos de tal cifra– que consistiera en el intercambio epistolar entre Fraenkel y Miller en torno a Hamlet.

Pensamientos libres

Curiosamente, al comienzo vendrían varias ediciones en distintos volúmenes, en Puerto Rico y México, y más tarde en Francia, pero de manera incompleta y con tirada corta, y además aparecería en Londres por iniciativa de la viuda de Fraenkel en 1962. La que se presenta aquí es la edición americana, que se limita únicamente a las cartas de un Miller que escribió varias de sus mejores páginas en ellas, según Hargraves, al contener «algunos de sus pensamientos más libres (y, sin embargo, provocativos) publicados e imbuidos del estilo sarcástico y maravillosamente vulgar del Miller que yo había leído». En este sentido, cabe mencionar que este epistolario es posterior a «Trópico de cáncer», que no pudo ver la luz en Norteamérica hasta 1961 y coincidente con la escritura de «Trópico de Capricornio». Por supuesto, en un libro como este cabe de todo: Miller escribe sobre la soledad, China, la relevancia artística de la esquizofrenia –«Desde luego, Hamlet no fue el primer tipo esquizoide que apareció en el mundo, pero el predominio de Hamlet es significativo»–, la obra de Da Vinci, la vida asociada a los colores, la astrología o el psicoanálisis. Es un «totum revolutum» en el que Miller se deja llevar por mil ideas que le van surgiendo y para las cuales se apoya en autores como Spengler, Nietzsche, Huxley, Kant y muchos más, hasta el punto de que en diversas ocasiones lo hamletiano desaparece y queda como pretexto para intervenir en asuntos de carácter meditativo y abstracto; en todo caso, no es un libro provocador, como dice el prologuista.

Conservar la vida

La importancia de este «Quisiera dar un rodeo», título que se justifica en la página 47 pero que es claramente peor del que el propio Hargraves cita como otro posible, y que parte de la última frase del libro, «Quien tiene vida sabrá conservarla», es considerable al tratarse del protagonista del célebre epistolario con Anaïs Nin, a la que justamente conoció en París. Hace mucho, además, que está desaparecido un grueso libro que Edhasa publicó en 1991, la correspondencia con Lawrence Durrell en los años 1935-1980. A este respecto, en una carta de 1958, y hablando de la literatura beat a la que tanto influyó Miller, éste, y en contra de la opinión de Durrell, alababa el experimentalismo de Kerouac: «Te digo que es bueno, muy bueno, extraordinariamente bueno. Sobre todo su manera de escribir. Es un poeta. Su prosa es poesía». Palabras significativas de quien despreciaba toda la literatura de sus días –excepto la del propio Durrell, Céline y algún otro autor hoy olvidado– y para el que la prosa estadounidense era un «desierto». Y ahora vemos que hasta cuestionaba a Shakespeare, para él un «titiritero», pero, como no podía ser de otra manera, veía en Hamlet el espíritu de la edad moderna –se deduce por ciertas referencias que para Fraenkel la vida empieza y acaba en el personaje danés–, si bien como símbolo de la cobardía o de la frustración –y esta perspectiva es lo más interesante del libro– más que del heroísmo.