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Michael Jackson

Hits: así se fabrican

El responsable detrás de las canciones de Britney Spears, Backstreet Boys, N’Sync, Katy Perry, Taylor Swift y muchos otros tiene nombre y apellidos. Un libro se adentra en la maquinaria científica de producción de éxitos comerciales

Productos de la maquinaria. De izquierda a derecha: Britney Spears, Taylor Swift y Kevin Richardson, de Backstreet Boys
Productos de la maquinaria. De izquierda a derecha: Britney Spears, Taylor Swift y Kevin Richardson, de Backstreet Boyslarazon

El responsable detrás de las canciones de Britney Spears, Backstreet Boys, N’Sync, Katy Perry, Taylor Swift y muchos otros tiene nombre y apellidos. Un libro se adentra en la maquinaria científica de producción de éxitos comerciales

John Seabrook es padre de familia y melómano confeso. Un buen día, llevando a su hijo al colegio, cayó en la cuenta de la diferencia entre el primer número uno de su infancia, «I Want To Hold Your Hand» (The Beatles), y el que su chaval buscaba sintonizar en la radio del coche: «Right Round» (Flo Rida). Una distancia abismal les separaba. ¿Eso era música? ¿Se estaba convirtiendo él en una réplica de sus padres que arrugaban la nariz ante los Sex Pistols? ¿Era posible que toda la actual le sonase igual? ¿Era posible que fuera mucho peor? Resulta muy irritante darle la razón a Seabrook, que es como dársela a tu padre y a todos los padres del mundo, pero ahí vamos: la música de la radio en lo que va de siglo (precisamente el arco temporal de la era de la «piratería») es una auténtica basura. Un libro que casualmente ha escrito Seabrook, colaborador de «The New Yorker», se asoma al proceso de fabricación de los éxitos del XXI. No es un mito esta cara de la industria: jóvenes cantantes con mirada de cervatillo que terminan en una habitación de paredes acolchadas. Laboratorios de producción de canciones. Auténticos Frankesteins musicales erguidos en un oscuro estudio destinados a devorar cerebros durante una temporada.

- La culpa es de Suecia

La historia comienza en un país lejano e imprevisto. Empecemos por echarle la culpa a Suecia. Allí, a mediados de los ochenta, un adolescente está loco por la electrónica y el «dance» que llegan de Estados Unidos. Denniz Pop, como se hace llamar cuando pincha en los garitos locales, recibirá la canción de un grupo local absolutamente desconocido y se la devolverá irreconocible. Tras vencer su resistencia inicial, «All That She Wants», de Ace Of Base, venderá millones de copias. En ese tiempo, Suecia tiene una fuerte tradición de escritores de canciones en inglés, con el máximo exponente de ABBA, pero que abarcan todo tipo de géneros si contienen un estribillo pegadizo, como «The Final Countdown», de Europe, que también son suecos. Todos quieren saber qué pasa en Suecia, y Denniz Pop monta su estudio poco antes de fallecer de cáncer.

La historia de hits de la radio se escribe con renglones torcidos. Porque, de entre todas las personas que se interesan por aquel productor nórdico, estaba Louis Jay Pearlman. Pearlman tenía una empresa de dirigibles bastante ruinosa en Florida y entre sus clientes había algunas estrellas de la música, que, ya se sabe, tienen esas costumbres. Conoció el tren de vida de The New Kids On The Block y lo ambicionó. Puso un anuncio buscando chicos para cantar. Las audiciones alumbraron a los Backstreet Boys, que habrían sido otra banda vocal más de guaperas de no ser por los temas del sucesor de Denniz Pop. Max Martin (Martin Sandberg) es el personaje crucial de esta historia: hizo vender 60 millones de discos del grupo de Nick Carter y compañía, y después lanzó la carrera de una tímida muchacha de Oklahoma. Britney Spears despachó 30 millones de copias y como no era suficiente, rodearon a Justin Timberlake de otros cuatro jóvenes sociológicamente seleccionados y facturaron 14 millones de copias de N’Sync. Para la elaboración del libro, Lou Pearlman contesta a Seabrook desde la prisión de Texarcana, donde dirigía el coro de la cárcel, lo cual es bastante revelador. Pearlman estafó a todos sus artistas, se incluyó de «miembro» en ellos sin salir en los pósters y advierte que, si estuviera fuera de la prisión, «se lo haría pasar mal a One Direction», como si fuera el cártel de Cali amenazando al de Medellín. Pearlman fue condenado por estafa y falleció el año pasado cumpliendo la condena. Max Martin había hecho ganar a su compañía más de 3.000 millones de dólares. ¿Cómo? El método de fabricación de éxitos en cadena empezó con una táctica sencilla, la «regla de tres». Se supone que debes escuchar tres veces una canción antes de que te guste, pero es improbable que hoy en día se le den tantas oportunidades a un tema. Martin decidió comprimir el gancho o la «chicha» de la canción tres veces en dos minutos. Una melodía masticada y deglutida.

Los métodos se sofisticaron: Hit Song Sciencie es uno computacional de predicción de hits que analiza las producciones acústicas y los patrones matemáticos subyacentes de una canción comparada con los éxitos anteriores. La máquina podía avisar al productor de qué partes debían remezclarse para tener un éxito: «La cuestión es darle al cerebro lo que quiere», decía su inventor, Mike McCready. «Y ya sabemos cómo funciona la mente». El objetivo era crear esos Frankensteins musicales, como el de Kelly Clarkson, una cantante salida de «American Idol» a quien le eligen, sílaba a sílaba, la mejor interpretación de una canción entre decenas de pruebas antes de editarla. Con Max Martin, Clarkson fue número uno. Cuando le dio un arrebato creativo y trató de hacer sus propios temas, sus ventas bajaron un 92 por ciento. Moraleja: un programa de televisión puede ayudar a dar popularidad a un artista, pero no crear una estrella. Sólo un productor lo consigue.

Hablando de productores, toca analizar los medios de producción de la industria a riesgo de ponernos marxistas. Quienes los controlaban, los sellos discográficos, habían pasado a grandes conglomerados que cotizan en Bolsa. A los viejos ejecutivos del sector, gente con gusto musical como Ahmet Ertegun (Atlantic), les reemplazan espectros de Wall Street, ejecutivos sin cara, sin rostro, sin oído. Y entonces, como una maldición bíblica, llega el colosal derrumbamiento del sector, en parte debido a sus propios males, en parte, a un maleficio atroz. Napster tenía más millones de usuarios en su día que hoy, muchos años después, ha conseguido Spotify. Podría haber sido una oportunidad, pero al cierre de aquel portal le siguió una decena de duplicados y muchos infartos entre los dirigentes de la industria. ¿Intentaron las compañías hacer discos con valor añadido? No, más bien al contrario: se esforzaron en producir en cadena canciones para gimnasios, anuncios y listas de reproducción de viernes por la tarde. Apostaron por el todo incluido de la cuota de Spotify cuando todo estaba perdido y articularon un sistema en el que sólo son rentables las canciones con cien millones de escuchas. En la aparente democracia del océano digital manda, como gobierna en cualquier bufé libre del centro de Madrid, la porción de pizza.

- Sistema perverso

Así llegamos a la fase aguda de esta dinámica criminal. La popularización del tema «dance» de Rihanna «Umbrella» como quintaesencia de banalidad dio lugar a un nuevo modelo de producción, el de pista y gancho. Atentos a la perversidad del sistema que retrata el libro de Seabrook: se coge una pista de hip hop o dance que generalmente no paga derechos de autor, porque las progresiones de acordes simples no están protegidas. Se envía a 20 o 50 melodistas que trabajan en sus estudios caseros y que sólo cobrarán si sus arreglos o ganchos son elegidos. Como donuts esperando el glaseado en la fábrica, el productor recibirá varias decenas de canciones casi terminadas. Elegirá la mejor y se llevará todo el crédito tras darle un toque de gracia y un buen porcentaje de las ventas. Los melodistas, nada. ¿Músicos de estudio? No hace falta ni uno solo de esos gordos bebedores de cerveza.

El ensayo de Seabrook menciona a un buen número de productores, pero ahí sigue Max Martin desde hace más de 20 años. Tomen nota, porque se le atribuyen los «crímenes» cometidos por Katy Perry, Taylor Swift, Justin Bieber, Nicky Minaj, Avril Lavigne, P!nk, Usher, Selena Gómez, Bon Jovi («It’s My Life»), Celine Dion, Christina Aguilera y, el año pasado, The Weeknd, con una canción que parece desempolvada del cajón de Michael Jackson. Más de 20 números uno llevaban su sello. Por su culpa, hemos odiado la música un poco.

La música es una droga

Un estudio publicado en la revista «Scientific Reports» ha puesto palabras largas como neuroquímica a algo que ya sabíamos: la música es una droga igual que tantas cosas que producen placer. La comida, el sexo, el alcohol y las drogas activan los mismos circuitos de recompensa que las canciones dentro de nuestro cráneo. Los científicos suministraron naltrexona, un bloqueador del placer, a sujetos sometidos a una experiencia musical de su agrado. Esa sustancia es capaz de impedir que sintamos placer y bloquea las emociones de los sujetos ante sus temas favoritos. Otros estudios han apuntado que la escucha de música reduce la producción de cortisol, que es una hormona relacionada con el estrés y que ayuda a regular el estado de ánimo. Y no hace distinciones entre buena música y las demás.

«La fábrica de canciones»

John Seabrook

reservoir books

456 páginas, 24,90 euros