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La fiscal tiene un TOC

La fiscal tiene un TOC
La fiscal tiene un TOClarazon

Desde «Asesinos sin rostro» (1991), la primera novela del inspector Wallander, Henning Mankell ha tratado el problema de la inmigración y los prejuicios raciales justo cuando se desmoronaba el Estado del Bienestar de la Suecia del paraíso socialdemócrata. Veinticinco años después, el tráfico de seres humanos y su manipulación por las mafias de la droga y la prostitución es una lacra en toda Europa. Como la novela policiaca es un genero de moda y Suecia se ha convertido en un vivero de novelistas, el género debe renovarse de forma acelerada utilizando los estilemos que ya han funcionado. Por eso Emelie Schepp ha combinado en su primer éxito internacional, «Almas robadas», la maldad del tráfico y corrupción de seres humanos emigrantes con una vuelta de tuerca al personaje de Lisbeth Salander.

Aparentemente, la joven fiscal Jana Berzelius es el negativo del personaje creado por Stieg Larsson: fría, elegante, soberbia y repulsiva. Sin embargo, ambas comparten el síndrome de Asperger, un semiautismo que las aísla del mundo circundante, y también un pasado de abusos en la infancia. El nombre de Jana hace referencia al dios romano de las dos caras y a un pasado que su memoria ha borrado opuesto a la visión del negro futuro que intuye.

En la deriva del detective moderno, los personajes con síndrome de Asperger es lo último en psicopatología «friqui-noir», en contraste con los asesinos sociópatas y narcisistas a los que se enfrentan. Es ya epidemia en las series que destacados protagonistas padezcan ese trastorno obsesivo compulsivo, como la detective Sonya Cross de «The Bridge»; Gil Grissom de «CSI: Las Vegas»; Temperance Brennan de «Bones»; Adrian Monk de «Monk» y el Sherlock Holmes de «Elementary». En la trilogía de Jana Berzelius, el TOC no es lo que justifica su actuación criminal, sino su pasado, que se narra en cursiva en paralelo a la narración principal. El abuso a menores y su manipulación, al estilo de los niños sicarios de Medellín o los niños soldados de Sierra Leona y Congo, tiene visos de convertirse en tópico melodramático, siempre cargando las tintas, como la pequeña entrenada para matar de «Como una extraña», de Rachel Abbott, y los niños asesinos de «Almas robadas».

Aceptar lo inverosímil

Emelie Schepp autopublicó en internet «Almas robadas» y rápidamente pasó al papel con gran éxito. Bien mirado, el relato no puede ser más inverosímil. Los personajes, excepto la fiscal, son planos e intercambiables. La novedad radica en que la protagonista es, además de fiscal, una asesina sin conciencia. Sin embargo, sí logra la autora una novela pasapáginas si el lector suspende del todo –¡pero del todo!– la incredulidad, y acepta los elementos incoherentes como aceptables. Si se toma como una pesadilla, «Almas robadas» no carece de alguna virtud, aunque ésta sea la de concentrar las obsesiones y disloques de una sociedad posmoderna que es incapaz de soportar el aburrimiento que le produce su cotidianidad democrática y pena como un mal necesario su culpabilidad frente al otro, temerosa de ser acusada de xenófoba.