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Nueva York

La negra nieve

La negra nieve
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Ya no quedan traficantes. O al menos traficantes como los que había a comienzos de los años setenta, antes de que el crimen organizado se hiciera con el negocio de las drogas (y especialmente el de la cocaína) y consiguiese con ello (y con ella) un negocio salvaje repleto de mafias, cárteles, traiciones, muertes y dinero, una impresionante cantidad de dinero. Traficantes como Zachary Swan, por ejemplo, un ejecutivo que se paseaba por Madison Avenue, que fue uno de los pioneros en negociar con esta execrable sustancia desde Colombia y que manejó un negocio millonario e ilegal con ingenio, cuidando de los suyos y sin ejercer violencia, ya no existen. Aunque queda, eso sí, su oscura leyenda.

«Ciego de nieve» fue publicado por primera vez en 1976 (y editado por Anagrama en 1990 y reeditado posteriormente) y se convirtió enseguida en una obra de referencia para la literatura delictiva. Y no solamente esa: calificado por el «The New Yorker» como un «reportaje extraordinario», también es un libro cumbre del Nuevo Periodismo que por entonces comenzaba a aflorar de la mano de jóvenes americanos como Robert Sabbag, deseosos de contar una buena y fascinante historia como la de Zachary Swan con recursos prestados de la ficción y de ofrecer, al mismo tiempo, información de primera mano y de primerísima calidad.

Como señala otro conocido animal de la droga Howard Marks, autor del prólogo de «Ciego de nieve», «Zachary Swan es el paradigma de los traficantes». Nacido en el apogeo de la era del jazz, que tan bien retrató Scott Fitzgerald, Swan fue capaz de inventarse miles de artilugios para burlar a la policía y a los empleados de aduana para, al principio, ingresar marihuana en Estados Unidos desde México en una operación un poco bizarra y, años más tarde, hacer lo mismo con kilos de cocaína para repartir entre sus vendedores minoristas y mayoristas de la noche de Nueva York con métodos que había perfeccionado como un artista. Pero con cuarenta seis años (había empezado en el negocio pocos antes) fue detenido después de darse una juerga con amigos en una playa de la costa Este y lo que había sido un subidón terminó siendo una caída estrepitosa. Murió en 1994, enfermo de un cáncer de páncreas.

«Zachary Swan nació con una cuchara de plata en la boca –dice Sabbag que se interesó inmediatamente por la historia y entrevistó a Swan en la cárcel de Riverhead, tal como Truman Capote había hecho con sus asesinos de «A sangre fría»–. La posibilidad de que fuese a pasar sus años de madurez con esa misma cuchara en la nariz entró en el reino de lo posible cuando tenía unos dieciséis años. Hasta entonces, se comportó como cualquier otro muchacho de su edad, obligado a tratar con sirvientes por la casa y con un club de campo a la vuelta de la esquina.

Nadie pensaba que ese joven hijo de ricos, que quería a su padre («pero nunca me agradó», llega a confesar) y que estudiaba en la Escuela Preparatoria de Iona de New Rochelle en el condado de Wets- chester se escaparía del colegio para perderse en las bulliciosas y ardientes calles de Nueva York de aquella época y que dejaría alguna vez de trabajar en la empresa paterna para inventarse una manera de ganarse la vida y de ganársela, además, de manera ilegal.

Carpinteros mafiosos

Su primer trabajo consistió en ir hasta Acapulco con Kendricks, un amigo (después de una triquiñuela perfecta en Dallas) y volver por separado: Kendricks regresó en coche, con la marihuana escondida en la camioneta y Swan en avión. Un día después, mientras en el periódico leía algo relacionado con la cocaína, lo distrajo una llamada: a su amigo lo habían cogido en la frontera. Lo liberaron dos días después. Cuando volvió al periódico, leyó que los policías de Estados Unidos decían encontrarse ante una terrible droga de la que no sabían nada, aunque explicaba cómo era la ruta. Swan, rápido de reflejos, lo captó al vuelo. Decidió dedicarse a traficar con ella y a inventarse rutas distintas para llevarla desde Colombia hasta Nueva York.

Contactó con un amigo y ese amigo lo puso en contacto a su vez con otro y Swang, al poco tiempo, ya se paseaba por Santa Marta, por Barranquilla, por Bogotá, haciendo amigos traficantes como él, que andaban por Colombia y enviaban cocaína a Canadá, a Australia. Zachary Swan, sin embargo, era distinto. Era hábil en los negocios, audaz en la distribución y en los canales de comercio. Nunca lo habían cogido (aunque conoció a quienes lo habían estafado) y fue capaz de enviar cocaína a Nueva York de maneras extrañas, a través de vuelos de Avianca y contactando con una galería de personajes peculiares.

Su método de traficar fue variando con el paso del tiempo, pero la obra maestra fue la confección de rollos de amasar hechos especialmente por un par de carpinteros (uno de ellos amante de un rico colombiano, miembro del jet set de Bogotá) para poder guardar la cocaína y enviársela «como regalo de fan» a modelos de Nueva York, novias, a su vez, de amigos suyos que participaban del negocio. Los rollos, después, se convirtieron también en ecuerdo folclórico de Colombia, como una cabeza indígena reducida, que ambos carpinteros sabían plagiar a la perfección.

Pero todo tiene un final y el de Swan llegó como muchos otros: por donde menos se lo podía esperar. Un vecino que corría junto a la playa lo vio meterse desnudo con Kendricks y unos amigos en el mar y avisó de inmediato a la policía. Al poco tiempo llegaron dos coches patrulla. Swan y sus amigos estaba colocadísimos. La policía allanó de inmediato la casa y Swan, que había sido el artífice de un negocio que había hecho circular la cocaína por Estados Unidos, fue arrestado y su nombre, con el paso de los años, pasó a ser negra leyenda.