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Las víctimas sexuales de Gadafi

larazon

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«Una mano sobre la cabeza de una menor bastaba para determinar el futuro de su presa». Así manifestaba su elección Muamar el Gadafi, «el elegido», el «príncipe de Sirte», el depravado sexual que fue amo y señor de Libia desde 1969 hasta 2011. Como si de una versión gore del Marqués de Sade se tratara, la vileza del mandatario libio no tenía límites y sólo era equiparable –si la comparación es posible– a las monstruosidades perpetradas por sátrapas como Amin Dada o Pol Pot. «Gadafi destruyó mi vida», cuenta por primera vez una valiente mujer que hoy no alcanza el cuarto de siglo. Su nombre es Soraya pero bien pudiera llamarse Salma, Mabruka o Fatema... Igual daba, pues él a todas las llamaba por un mismo apelativo: «zorra». Decenas, centenares de mujeres y niñas nutrieron durante años su harén oculto como esclavas sexuales, muñecas rotas por macabros juegos, convertidas en misiles de piel y carne contra jefes tribales y mandatarios internacionales. Fueron muchas «sorayas». Demasiadas.
La periodista Annick Cojean tuvo acceso al testimonio de una de aquellas víctimas cuando investigaba el papel de la mujer en la revolución. El resto de insurrecciones de la llamada Primavera Árabe gozaban de protagonistas femeninas, pero en Libia se las había tragado la tierra, no parecían ser más que sombras furtivas envueltas en velos negros. Acaso lógico en un país donde ser víctima es sinónimo de culpabilidad. Así conoció a la protagonista de estas páginas. La misma que le relataría cómo, durante una visita a su escuela, el autor de «El libro verde» le acarició el cabello mientras su sonrisa infantil le ofrecía un ramo de flores. Al día siguiente tres mujeres de uniforme condenadas a obedecer las órdenes del dictador se presentaron en la peluquería de su madre para secuestrarla. Cinco duros años de cautiverio la esperaban. En ese tiempo se convirtió en esclava sexual, en la residencia de Bal al Azizia, un cuartel situado en los suburbios al sur de Trípoli. «No lo olvidaré mientras viva –expresa la joven–, profanaba mi cuerpo pero en realidad destrozó mi alma para siempre».
La primera mitad del libro relata en primera persona ese cautiverio de Soraya, encerrada en una habitación en los subsuelos del conjunto de la gigantesca residencia del dirigente que se pavoneara ante la ONU. A cualquier hora del día o de la noche, los efectivos de los «asuntos especiales» la llamaban para subir a la habitación del «Guía», que sistemáticamente la violaba, le mordía y le pegaba. Muchas veces, el encuentro concluía con una sesión escatológica: «Me orinaba encima». Nunca se dirigía a ella con otros apelativos que «guarra», «zorra» o «puta». Y nunca vio otro panorama que un hombre constantemente drogado que la obligaba a esnifar coca, a fumar, beber, y le daba cintas de películas porno como «deberes».
Un gabinete ginecológico
Tal era su grado de depravación que en los subsuelos de la Universidad de Trípoli los rebeldes descubrieron tras la caída de Gadafi una habitación con una enorme cama y las sábanas todavía puestas, su jacuzzi con grifos de oro y todos los elementos del perfecto picadero de lujo. Pero el horror les invadió al descubrir un pequeño cuarto contiguo: se trataba de un gabinete ginecológico. «Sólo veo dos posibilidades: o para practicar abortos o reconstrucciones de himen», se lee. Pero en su delirio de carne, tampoco le hacía ascos a los chicos, e incluso llegado el caso a algunos embajadores o sus propios ministros... Todos pasaban por esa cárcel de esclavitud sexual.
No se puede determinar una cifra exacta, escribe Cojean. «Algunas me han hablado de una treintena de chicas alojadas al mismo tiempo, pero es imposible saberlo, había muchas idas y venidas y tenían los movimientos restringidos, por lo que no había contacto entre ellas». El flujo era constante para saciar el apetito sexual del líder: unas cuatro víctimas diarias. Para alimentar esa constante demanda de carne, cualquier lugar público era un vivero potencial. Los institutos, las bodas, los salones de belleza, e incluso las cárceles. «Se pasaba horas revisando los vídeos de fiesta de bodas, eligiendo entre las fotos que le había seleccionado su entorno», relata Cojean.
Y cuando Libia se le quedaba pequeña, quedaba el resto del mundo. Cada viaje al extranjero era también fuente de nuevas reclutas. Los «servicios especiales» de Gadafi, dirigidos en los últimos años por la temida Mabrouka, adepta de la magia negra, se encargaban de convencer a grupos enteros de jóvenes de viajar a Trípoli: con regalos lujosos, maletas llenas de billetes o joyas. «Venía aquí a hacer sus compras», admite una fuente diplomática a la autora del libro en referencia a las visitas de Mabrouka a París. «Recogía a chicas para mandárselas al ''Guía''». Dominaba con la amenaza y con su propia perversión sexual que dirigía también hacia las hijas y esposas de miembros de su Gobierno, a los que sometía humillándolos.
La obsesión sexual de Gadafi no se limitaba a un desmedido apetito, sino que la convirtió en su principal arma de poder: «Gobernaba, humillaba, sometía y sancionaba con el sexo», relata un ex miembro anónimo de su servicio de protocolo en el libro. Mantenía, por ejemplo, relaciones con algunos de sus ministros, condenados al silencio y al deshonor, y elaboraba estrategias para seducir a las esposas de jefes de Estado africanos y embajadores. «Cada vez que quería situarse como vencedor frente a un jefe de tribu, de Estado o un opositor se informaba sobre su esposa, su hija ,y propiciaba una invitación a las dependencias de Bab Al Aziza. El hecho de saber que había poseído a una hija le hacía ver de forma diferente al padre, de forma triunfadora», continúa la periodista, «por no hablar de que en Libia se condena a desprecio a las víctimas de violaciones, considerándolas culpables de una afrenta hacia su propia familia».
La reportera ha completado un libro revelador, escrito como una larga crónica periodística, clara y directa, destinado a evidenciar una realidad difícil de soportar: un régimen y un líder que se alimentó durante décadas de ocultamientos, terror y crímenes. Una investigación excepcional que le valió el Grand Prix de la Presse Internacionale.