Leslie Jamison se duele

La humanidad está marcada desde sus comienzos por el dolor, no sólo por el físico, sino también por uno mucho más íntimo, antiquísimo e insondable que caracteriza la experiencia humana de compartir los sufrimientos y vivir en comunidad de ellos. Es el nuestro un dolor por una existencia fugaz y marcada por felicidad y calamidades y si algo hemos aprendido, es a compartir el dolor y a experimentar una empatía que caracteriza desde siempre la emoción de los seres humanos al ponerse en lugar del que sufre. Tal vez la religión surgiera como un bálsamo común para ese antiguo dolor que hemos de cargar con nosotros. Pero hay ahora gran interés en la recepción del dolor en nuestra sociedad, como muestra la proliferación de estudios sobre el tema (véase por ejemplo la excelente «Historia cultural del dolor», de Javier Moscoso, 2011). Al hilo de esta proliferación se traduce ahora al español el exitoso libro de la joven Leslie Jamison, en realidad una colección de piezas cortas que tienen en común la experiencia del dolor en uno mismo y en los otros. Jamison cuenta su experiencia como enferma simulada para las prácticas de los estudiantes de Medicina en un primer y brillante capítulo y se adentra en el segundo en la existencia o no del dolor que reflexiona «sobre las realidades que se consideran requisito imprescindible para la compasión». Como escritora confesional, lo que declara al final nos abre también las puertas de su propio dolor constatando que no hay mucha diferencia entre un dolor físico y psíquico a la hora de provocar los mismos efectos de percepción. En un apunte final, la cita con la que se abre el libro merece una cierta enmienda. «Soy hombre y nada de lo humano me es ajeno», escribe Terencio en «El torturador de sí mismo». Pero se suele usar fuera de contexto: en la obra la dice un anciano justificando su intromisión en asuntos que no le conciernen. Curioso que por tradición se haya convertido en epítome de filantropía y empatía.