Lo que importa es la forma
Una novela de ideas. De muchas ideas. Eso es, básicamente, «Donde el silencio se bifurca», primera obra que se publica en España del escritor mexicano Gerardo Piña, en la que el narrador (¿o se trata del puro lenguaje persiguiendo lo inefable?) intenta contar, detrás de ese título de resonancias borgeanas, una historia que, por efecto del lenguaje, se le escapa de las manos y se convierte en un largo monólogo sin puntos y aparte y apoyado más en la disquisición intelectual que en la erótica del relato.
Poco se sabe (y poco importa, en realidad) quién es el narrador de la novela y de dónde procede, salvo por algunos detalles que ofrece sobre su vida presente, sobre su biografía y sobre el lugar en el que se encuentra: un sitio solitario en el que permanece encerrado (prisionero, se sabrá) y desde donde, mientras tanto observa a través de una ventana nada más que el vuelo de las aves, hace un «racconto» repleto de ideas, de breves fragmentos de su historia reciente, encadenado en su propio discurso como si fuera, quizá, su única tabla de salvación, la única que era capaz de tener al alcance de su mano.
El acto de escribir
«Escribir es lo más cercano a observar el proceso del pensamiento», señala en un momento de la novela el narrador, menos preocupado por la trama y su desenlace que por el acto mismo de escribir. «Siempre he creído que escribir es un buen hábito –concluye–. No me refiero a hacer historias o juegos con las palabras; creo que escribir es un buen hábito porque permite atestiguar el pensamiento, la generación del conocimiento propio: un conocimiento siempre perfectible y mayormente inexacto, pero al cabo propio». Así, sostenido por ese discurso propio y un tanto disperso lleno de frases explicativas («El azar es igual a los prejuicios en tanto que ambos parten de bases endebles» o «La imaginación y la rutina pueden motivarnos tanto como detenernos»), el narrador lleva adelante, sin embargo, su relato en el que se entrecruzan un país posiblemente latinoamericano azotado por la guerra, una tal Carolina que es torturada y asesinada, y la sombra pesada y asfixiante de un pasado atroz y donde aparecen su padre y la violencia familiar. Todo eso que no puede expresarse con palabras y que queda ahí, en lo inefable, en ese lugar en el que el lenguaje, y no el silencio, se bifurca. Tal vez porque, como puntualiza el narrador, lo inefable únicamente exista como una saturación emocional y no como un límite lingüístico, pues el lenguaje, dice, no se detiene ni se para. En el otro extremo de lo inefable, afirma, «está el lenguaje que no dice nada». El resto, claro, es silencio.