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Los piratas son cosa de Hollywood

No llegó al 1% el porcentaje de los barcos españoles que fueron tomados por enemigos en su ruta de vuelta del Nuevo Mundo. Principalmente, buques de Estado de las naciones enemigas. Nada de piratas, escasos y lejos de las leyendas que ha transmitido el imaginario hollywoodiense
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No llegó al 1% el porcentaje de los barcos españoles que fueron tomados por enemigos en su ruta de vuelta del Nuevo Mundo. Principalmente, buques de Estado de las naciones enemigas. Nada de piratas, escasos y lejos de las leyendas que ha transmitido el imaginario hollywoodiense
No son pocas las veces que el cine y los libros nos han dicho que la ruta entre Europa y el mar del Caribe que en 1492 abriera Colón –a instancias de los Reyes Católicos– era poco menos que un nido infesto de patas de palo, despojos desdentados, hombros adornados con loros y parches sin ojo alguno –en una tergiversación histórica del uso de éste– hambrientos de vilipendiar y saquear toda fragata o barcaza que osase traspasar sus «dominios». Ávidos especialmente de los navíos españoles y portugueses que regresaban a la Península cargados hasta el trinquete de monedas y todo tipo de metales preciosos tomados del Nuevo Mundo.
Con ello, han llegado hasta nuestros días nombres como el del marinero de la Royal Navy Edward Teach, Barbanegra en su versión más mediática. O los de Anne Bonny y Mary Read, las dos mujeres bucaneras por excelencia. Ambas discípulas de otro de los grandes de la Edad de Oro de la piratería: Jack Rackham. Como Francis Drake –Francisco Draque, en la España cañí– y Henry Morgan, dos ingleses que también engalanan el Salón de la Fama de los corsarios. William Kidd, Henry Every, Edward Low, Stede Bonnet... Cada uno más malo y temido que el otro por los impolutos e inocentes barcos europeos. Como las historias de indios y vaqueros que se trazarían en el XIX en los áridos desiertos «yankees» y que Hollywood encumbraría del mismo modo.
La saga de Johnny Depp «Piratas del Caribe» es sólo el último ejemplo de un género que tiene su clasificación propia dentro del cine y del que no se ha desligado desde sus inicios. Ya en la década de los 30 se encuentran tres ejemplos de ello: «La isla del tesoro», la primera de tantas versiones del clásico de Stevenson; «El capitán Blood», con un Errol Flyn apoyado en la figura de Morgan, y «Los bucaneros», de Anthony Quinn. «El cisne negro» (1942), «El terrible burlón» (1952), con Burt Lancaster, y, más tarde, «La isla de las cabezas cortadas» (1995) también dan fe de ello.
Arquetipos de una historia que no fue: piratas sarnosos y malolientes que dominaban los mares del sur y que hacían temblar las canillas del más valiente de los navegantes con sólo izar una calavera y un par de huesos cruzados. No. «Hollywood miente. Es hora de decirlo a las claras, sin paños calientes. A pesar de lo que cuentan las crónicas anglosajonas y los relatos novelados de sus aventuras navales –enormemente exageradas en beneficio propio [como ya hicieran en su victoria a la que les interesó llamar «Armada Invencible»]–, los fenómenos meteorológicos, más que los piratas o los buques de las naciones con las que se mantenían los conflictos, fueron los auténticos enemigos de los buques cargados de tesoros que cubrían la Carrera de Indias, la extraordinaria ruta marítima que unía los territorios de la monarquía a través del océano Atlántico». Lo cuentan Carlos Canales y Miguel del Rey en «El oro de América», un libro que publica Edaf y en el que terminan con el mito de que los bucaneros controlaban las aguas entre España y el Nuevo Mundo.
- Falseo anglosajón
Existieron, no lo desmienten. Pero aportan unos datos que están muy lejos de la imagen que ha transmitido el cine anglosajón, no sólo Hollywood, porque los británicos también han contribuido a engordar el mito. Hablando del periodo de mayor intensidad en el transporte del oro y plata, 1540-1650, los autores del ensayo ponen sobre el tapete los 11.000 buques que hicieron el trayecto América-Europa. De esos barcos, sólo 519 se perdieron. «Prácticamente todos por tormentas y causas naturales diversas, y sólo menos del 1% cayó en manos de enemigos», explican.
Y es que cruzar el Atlántico no era una empresa precisamente sencilla. Tanto fue así, que durante medio siglo piratas, corsarios e incluso las flotas de las naciones enemigas no pudieron si quiera completar la ruta que habían abierto en la Península y que bajo un esfuerzo «casi sobrehumano» –definen en el libro– estaban construyendo exploradores y marinos, conquistadores, encomenderos, religiosos, comerciantes y colonos. De hecho, fueron 250 los años en los que la sólida construcción edificada en América no se vio amenazada a ningún nivel por los escasos «picotazos» que recibía.
La realidad fue que a mediados del siglo XVI los hombres cultos e ilustrados de la Europa renacentista conocían de una forma bastante veraz cómo era el mundo por las experiencias vividas en las idas y venidas por el Atlántico, con base en Iberia. Gracias al deseo de ir más allá y, cómo no, de hacerse con las riquezas por encontrar en el confín del mundo, España fue la soberana de América durante 300 años. «No es lógico que quienes se hicieron dueños de medio mundo se dejasen arrebatar sus riquezas con tanto esfuerzo conseguidas y, de hecho, no fue así».
También es cierto que, en esos mismos años, tanto franceses como ingleses lograron hacerse con importantes territorios al norte de las áreas de influencia española. Pero sin ser capaces de apoderarse de ninguno de los núcleos de poder español. Los británicos no se asentaron en el norte por placer, sino porque no hubo más opción. Ya en el XVIII, Jamaica y Barbados tenían mayor importancia para los ingleses que las Carolinas o Massachusetts. Un siglo antes, Países Bajos y Suecia consiguieron llegar a las zonas septentrionales del continente y afincarse, pero en el Caribe no tuvieron más chance que conformarse con islas miserables. Y todo ello a pesar de que España no tenía hombres suficientes como para defender un territorio tan basto.
- No más que un incordio
Si el asentamiento fue de esta manera, el sueño de hacerse con las flotas que regresaban a Europa cargadas de tesoros «nunca fue otra cosa que una ilusión, y los piratas, los corsarios y las flotas organizadas por los Estados enemigos de España no fueron capaces jamás de poner en peligro el tráfico trasatlántico». Ni siquiera durante la Guerra de Sucesión, cuando el número de trayectos fue casi inexistente, nunca pasaron de ser un molesto incordio «al que la propaganda, las novelas y el cine han dado una dimensión que jamás tuvo», apuntan Canales y Del Rey.
«El oro de América» deja claro que no se puede decir alegremente que se atacasen barcos españoles en mar abierto: «Cuando ocurrió fue siempre algo excepcional». No se conseguía más que atacar un pequeño barco cerca de la costa y cuando se sabía que todo estaba a favor para el abordaje. Otra historia sería a partir del XVII, con el poder español algo debilitado por la lucha contra todo y todos, cuando las flotas de Estado sí infligieron su daño. Que no los piratas. Ni fue en las cristalinas aguas caribeñas hasta finales del XVI, sino cerca de casa. Ya que, como máximo, los mediocres navegantes se aventuraban hasta Canarias o las Azores. No más allá. Un poder que no fue desafiado hasta mediados del XVII por ingleses, franceses y los rebeldes holandeses, que sí se convirtieron en una molestia allende el Atlántico.

El primer pirata contra España

De la Guerra de los Cuatro Años (1521-1526), ganada por las armas españolas en Pavía (Italia), surgió una consecuencia directa: las decenas de patentes de corso que Francia emitió para que sus marinos atacasen el comercio de su rival. De ahí surge el nombre de la imagen: Jean Fleury –renombrado Juan Florín en España–, un notable marino que, aprovechando la situación, se aventuró en las costas peninsulares para hacer su botín y labrar su leyenda. Su primer golpe, una flota de tres naves españolas que se le cruzó en su camino al cabo San Vicente y que capturó gracias a la superioridad de sus seis barcos. Las esmeraldas del tamaño de una mano, las vajillas de oro y plata, las joyas y el algodón de las bodegas conquistadas le convirtieron en un referente de los corsarios franceses y en una obsesión para los gobernadores españoles, Carlos I principalmente.

El Saqueo de América, otro mito erróneo

Es común escuchar la queja, normalmente de voces suramericanas, de que la labor española en América tras la llegada de Colón no fue más que un saqueo sin medida. Un mito que Canales y Del Rey también se encargan de desmentir en el libro. Una circunstancia que, defienden, fue creada por intereses de los enemigos españoles en su día y que la ignorancia ha mantenido con el paso del tiempo. Respecto al oro y la plata, sólo el 20% –en el siglo XVIII se bajaría al 10% para estimular la decaída economía local– se cargó en barcos para llevarlo hasta Europa. El 80% restante no se movió de su lugar de origen, donde se empleó para la construcción de ciudades, catedrales, universidades, puertos, y carreteras «que llevaron a la América de habla hispana a uno de sus periodos más tranquilos, prósperos y productivos de sus historia», exponen.
«El oro de América»
Carlos Canales y Miguel del Rey
EDAF
288 páginas,
24 euros
(e-book, 10,90)