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Museo del Prado

Sierra desvela los misterios del Prado

El novelista revela en su último libro el significado de los cuadros de la pinacoteca madrileña

En el cuadro se puede apreciar el autorretrato de El Bosco. El único hombre vestido que hay en la pintura, que está escondido en una cueva.
En el cuadro se puede apreciar el autorretrato de El Bosco. El único hombre vestido que hay en la pintura, que está escondido en una cueva.larazon

Javier Sierra todavía no era Javier Sierra, el novelista de hoy, el autor que ha roto los «top ten» de de los libros más vendidos con «La cena secreta». Aquella tarde sólo era otro visitante anónimo del Museo del Prado que deambulaba por las salas sin un rumbo demasiado preciso. Se detuvo delante de la «Sagrada familia» de Rafael. Una obra que el artista ejecutó en 1518 y que Felipe IV llamaba «La Perla». Un hombre se detuvo a su lado para contemplarla. Un tipo con sesenta años encajados entre la frente y el mentón que después de un prolongado silencio le preguntó qué le interesaba del lienzo. Ninguno de los dos vaticinó en ese momento que esa primera conversación casual sería el umbral para otras cinco más, ni, mucho menos, que sus recorridos y charlas derivarían en 2013 en un libro: «El maestro del Prado» (Planeta). «El encuentro es real», asegura Javier Sierra, con la colección de la pinacoteca madrileña a sus espaldas. El autor se ha desprendido en esta ocasión de tramas estrictamente novelescas para poner los pies en un terreno más ambiguo: el que se mueve entre la realidad y la ficción. «Este libro es un mensaje en la botella. Puede que esa persona que me guió por las obras se ponga en contacto conmigo si lo lee», afirma delante de las tres tablas del «Nastagio degli Onesti», de Sandro Botticelli. Entre él y ese anciano se generó una amistad puntual en la que Javier Sierra era el discípulo que escuchaba con atención a un maestro que le guiaba por las pinturas del Prado y le desentrañaba los secretos de sus cuadros. Las lecciones las ha condensado en este volumen. Pero Sierra no detalla demasiadas pistas sobre la persona que le condujo por las galerías. Y deja a los demás la decisión de si es un fantasma o un personaje real, de carne y hueso, para que así, los lectores decidan. «Una de las cosas que necesita El Prado es un misterio. Le falta, igual que lo tienen el Louvre o la National Gallery de Londres».

Javier Sierra presenta su obra en el único sitio posible: El Prado. Igual que Virgilio en la «Divina comedia», él, durante la rueda de prensa, conduce a los periodistas por las estancias del museo. Con paciencia desgrana los secretos, claves y símbolos de los lienzos. Los mismos que aprendió 21 años antes. «Mi libro explica por qué se inventó el arte. Hay que viajar 40.000 años hacia atrás, al momento en que los hombres pintan en las cavernas. Se hacían las pinturas en el fondo, porque no se hacían para ser vistas, sino para ser sentidas. En esa época se comenzaron a enterrar a los muertos y apareció la función de la religión».

Los mensajes ocultos

Javier Sierra rastrea ahora esas conexiones ancestrales en las obras del Prado. Y comienza con un tríptico de extremada complejidad: «El jardín de las delicias», de El Bosco. «Lo pinta en 1598 y frente a él moriría Felipe II, que valoraba a este artista. Quizá la clave está en el fin sagrado de la pintura», comenta. Luego explica la tabla: «Si se lee de izquierda a derecha, tenemos el Paraíso, la Tierra y la muerte. Pero sabemos que El Bosco pertenecía a una secta conocida como los Hermanos del Espíritu Libre. Ellos pensaban que podían ayudar a evitar la corrupción del cuerpo y ayudar al hombre a regresar al Paraíso. Los adamitas hacían sus ritos desnudos, por eso las figuras de este cuadro están desnudas. Menos una. Que está vestida y que es un autorretrato de El Bosco. Por eso, el cuadro en realidad se lee al revés: la tierra es el infierno; la tabla de en medio, cómo los miembros de esta creencia evitan la corrupción y, por último, ayudan al hombre a regresar al Paraíso». El siguiente jalón en el recorrido de Sierra es «Nastagio degli Onesti», de Botticelli. Cuenta una historia del Decamerón. Una advertencia para que las mujeres no desprecien a sus pretendientes. Después se para delante de «La Gloria», de Tiziano. Un óleo en el que, explica, Carlos V, obsesionado con su muerte, se inmortaliza como persona, no como emperador, con un sudario por única ropa, y junto a su mujer y su hijo, Felipe II. También dedica a Carlos V una aclaración de los símbolos, como la lanza, que sería la de Longinos; o en «La última cena», de Juan de Juanes, en el que aparece representado el Grial. El mismo que aún se conserva en Valencia.