Libros

La conciencia de la muerte

Se publica el dietario que el incansable y certero editor y traductor Carlos Lagarriga escribió durante su enfermedad

Una de las ilustraciones de "Cuaderno de Hebrón"
Una de las ilustraciones de "Cuaderno de Hebrón"Marta Pujol

En marzo de 2020 moría, a los 54 años, a causa de un cáncer, el editor y traductor Carlos Pujol Lagarriga, perteneciente a una de las familias que más ha hecho por el panorama literario en nuestro país durante las últimas décadas. Era hijo del escritor Carlos Pujol –a su vez casado con la pintora Marta Lagarriga–, cuya labor como editor y traductor fue gigantesca en su momento en torno al ámbito del Grupo Planeta y en otros muchos, y ese amor no solo por leer y traducir obras, sino de ir en busca del siguiente autor talentoso y descubrir buenos textos que publicar, lo llevó inevitablemente en los genes. Nacido en Barcelona en 1966, viudo y padre de tres hijos, en la recta final de su vida estaba trabajando en la editorial barcelonesa Alrevés, sobre todo dedicada a la novela negra, y antes habían disfrutado de sus servicios sellos como Plaza & Janés, Destino o El Andén.

Junto con ello, Pujol Lagarriga también fue un muy valorado profesor universitario, en entornos de periodismo y edición y gestión cultural, además de escritor. En su haber, se encuentra el poemario «La imperfección», que La Isla de Siltolá publicó en 2018, y ahora, póstumamente, ve la luz «Cuaderno de Hebrón», en edición tanto catalana como castellana por parte de la editorial Albada. Es un dietario, entre sufriente y entrañable, entre trágico y esperanzador, que tiene un origen muy concreto que descubrir.

Y es que el manuscrito en cuestión nació de una hospitalización: «Me ingresaron aquí un año y medio después de la muerte de mi padre. Y aquí he vuelto –a la misma cama, a la misma habitación– un año y medio después de habérsele diagnosticado a Cristina un cáncer del que no se curará jamás. Ella muriéndose en paliativos y yo en la planta décima de digestivo», dice al comienzo. Cristina era su primera esposa; su siguiente pareja, Roser Herrera, en su día se encargó de recoger todos esos pensamientos y editar 150 ejemplares no venales para regalar. Algo íntimo y familiar convertido en un libro al alcance de todos hoy, en que Lagarriga lanza un mensaje de firme estoicismo ante el devenir funesto que le esperaba y una mirada luminosa de la vida, sea como fuere: «Nuestras lámparas se apagan, pero una gran luz nos espera», afirma, recordando a san Mateo.

El libro cuenta con ilustraciones de Marta Pujol y un prólogo de Antonio Iturbe, quien revisa parte de la andadura del autor y dice que «lo que corría por sus venas junto a la sangre y la quimioterapia era literatura». Se abre así este diario, escrito en el hospital del Vall d’Hebron, de Barcelona, mientras Cristina se encuentra en la unidad de paliativos y él mismo en la planta de digestivo del mismo centro. Según sus propias palabras, se trataría de «un apelotonamiento de incertidumbres, situaciones, esperanzas, tropezones y miedos», todo dividido en 88 entradas, la mayoría muy cortas. Son pensamientos ingeniosos sobre muy distintos asuntos, como cuando dice: «Sabré que he muerto cuando ya nadie me recuerde que deje de fumar».

Porque, en realidad, frente a la conciencia de una muerte segura, lo que destaca sobremanera en el libro es su ironía y pundonor por encima del drama de ver morir alrededor y verse moribundo. «Quien agita el miedo colectivo del sufrimiento atroz y del ensañamiento terapéutico no ha entrado jamás en un hospital para enfermos terminales. Dicen unos médicos que no hay anestesia para la vida. Otros dicen que sí. A lo que sucede entretanto, no sé cómo llamarlo», cuenta al comienzo. Y no tardan en acudir las referencias literarias: Balzac, con la novela «El Primo Pons»; John Donne, con la frase «No preguntes por quién doblan las campanas. Están doblando por ti» que inspiró un título de Hemingway; o Agustín de Hipona, Keats, Léon Bloy... Son alusiones desenfadas al lado de comentarios sobre las enfermeras o algún que otro paciente engorroso que se hace notar cerca.

Fiel al axioma de «en mi fin está mi principio», Lagarriga exprime su ingenio ya sea evocando el inicio de una novela de su padre –«¿Y si no nos muriéramos nunca?»– como escribiendo pequeñas frases a modo de aforismo: «Ser solo una vez, ¿no es ya bastante?». De repente, se da cuenta «de que ha transcurrido mi vida entre niños y escritores. Dichoso pleonasmo», y en otra ocasión le dice «al médico que todos sus esfuerzos por salvarme son directamente proporcionales a los míos por morirme. Es una lucha inútil y desigual porque los dos sabemos quién va a ganar». En efecto, la enfermedad venció, pero este libro sobrevive y vuelve al autor presente, vivo, con una voz que ya no se apagará y que había reclamado algo tan conmovedor como esto: «Abuela, cuando me haya muerto, ¿vendrás a recogerme?».