Haruki Murakami: turbias tragedias japonesas
El universo literario del escritor, fantástico y surrealista, convive con los traumas de la sociedad moderna
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El pasado siempre vuelve, si es que desapareció en verdad alguna vez, en forma de recuerdo persistente. Y todo conduce a la muerte –la natural y la suicida, la agónica y la indiferente–, a los errores de los padres, al propio arrepentimiento acerca de lo que aún no se ha cometido. Estas podrían ser las premisas existenciales y narrativas de varios autores de la literatura japonesa que explotaron el adulterio, los abortos, los accidentes letales, los traumas adolescentes, los engaños, los celos, la venganza. Todo ello en obras que mezclaron la tradicional sociedad japonesa con el libertinaje que a la vez intensificó sus historias, universalizándolas, como son las de Haruki Murakami, Premio Princesa de Asturias de las Letras.
De hecho, tal contraste es inherente a muchos de los grandes escritores nipones del siglo XX, tanto en sus vidas como en sus obras: en ambas, el suicidio es fin para un principio, anhelo y solución, llave misteriosa y limpieza de dignidad. Ryunosuke Akutagawa, Osamu Dazai, Yukio Mishima, Yasunari Kawabata; todos ellos eligieron la muerte voluntaria al igual que muchos de sus personajes; incluso los autores actuales son herederos de esa tendencia: el recién desaparecido Kenzaburo Oé escribió sobre los mismos asuntos, añadiéndose al suicidio, el incesto, el retraso mental y los bebés deformes o muertos, las consecuencias de las bombas atómicas en su país.
Frente a esta tradición morbosa y turbia, Haruki Murakami apuesta por otros derroteros sin dejar de palpar semejante territorio sufriente. Habla, en su faceta de deportista, de lo que significa correr, escribir y escuchar música para él, en sendos libros muy personales. Ya sólo esa deriva introspectiva ya lo aleja de sus insignes precedentes. Por eso es autor de “Tokio blues”, en que era clave una canción de los Beatles que escuchaba al comienzo su protagoniza en un avión en pleno aterrizaje, si bien más adelante se recordaba una juventud que también había sufrido la desgracia suicida y un desamor lleno de desgarros.
En su otra obra más celebrada “Kafka en la orilla”, esta seña emocional es meridiana, con un adolescente que escapa de casa para no seguir conviviendo con su padre, un escultor de prestigio que está convencido de que
su hijo repetirá el destino que le tocó padecer al Edipo de la tragedia clásica. La amenaza de ese latente sino se asomará a lo largo de las páginas, junto con la aparición de otro personaje turbador que, de niño, durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo un accidente que le provocó graves dificultades para comunicarse (excepto con los gatos).
Sin embargo, de lo que sí puede distinguirse Murakami del resto de autores que hemos citado es por su tendencia a lo fantástico, como se apreció en “1Q84 Libro 3”. Aquí, dos lunas contemplan el mundo extraño en el que deambulaban los personajes. El lector que había conocido este entorno frío e inquietante mediante las dos primeras entregas podía conocer el desenlace de la novela más ambiciosa del autor. Construía en ella un Tokio alternativo, ubicado en el año 1984, evocando la novela de Orwell (la Q se pronuncia en japonés igual que el número 9, “kyu”) en el que diversos personajes, todos solitarios, todos lacónicos, intentaban dar salida a sus obsesiones personales. Y también salvar el pellejo y reencontrarse.
En un artículo que el autor publicó en “The New York Times” titulado “Realidad A y Realidad B”, decía que en “1Q84” no mostraba “el futuro cercano de George Orwell, sino lo contrario –el pasado cercano– de 1984”. De tal modo que le daba la vuelta al tiempo y al espacio, proyectando otro Japón pretérito con toques surreales, y se preguntaba: “¿Qué hubiera pasado en el caso de un distinto 1984, no el original que conocemos sino otro 1984 transformado? ¿Y qué pasaría si repentinamente nos lanzaran a ese mundo? Habría, por supuesto, tanteos hacia una nueva realidad.” Y así lo insinuaba la asesina Aomame muy avanzada la novela.
Este relato de intriga y tono circunspecto, con toques de ciencia ficción, presentaba jugosos cebos narrativos (un asesinato, una secta, un libro donde se escondían secretos), y con todos ellos Murakami lograba un texto donde lo emocional se servía con melancolía pese al trasfondo detectivesco. Este justamente sea quizá su mayor baluarte, junto con el hecho de ser capaz de concebir en muchas de sus páginas toda una realidad paralela al Japón contemporáneo.