Sección patrocinada por sección patrocinada

Libros

La pobreza, ese gran negocio americano

En un ensayo demoledor, Matthew Desmond disecciona el diseño estructural de la miseria en el país más rico del planeta

Un hombre sin hogar acampado en Estados Unidos
Un hombre sin hogar acampado en Estados UnidosAgencia AP

«La pobreza no es un fallo del sistema. Es el sistema». Con esta declaración, Matthew Desmond traza la línea roja de «Pobreza made in USA», un texto que no se limita a denunciar una injusticia social, sino que desvela –con rigor milimétrico y coraje moral– el mecanismo que convierte la escasez en una herramienta funcional para el capitalismo actual. Estados Unidos alberga, a pesar de su inmenso PIB, el mayor número de pobres de todas las democracias avanzadas. Más de 40 millones de personas, el 13 % de su población, viven por debajo del umbral de pobreza. Uno de cada ocho niños carece de recursos básicos. La desigualdad no es una anomalía, sino una edificación: se construye, se mantiene, y, lo más inquietante, beneficia a muchos más de lo que nos gustaría admitir. Desmond, profesor en Princeton, ya había mostrado en «Desahuciados» el infierno cotidiano de quienes pierden el techo. Pero en esta nueva obra va más allá: no solamente retrata la pobreza, sino que la argumenta. Y, al hacerlo, invierte el foco. La cuestión no es por qué hay tantos pobres, sino por qué permitimos que los haya. «La pobreza persiste porque algunos lo desean y quieren que así sea», escribe con una franqueza que incomoda incluso al lector más bienintencionado.

El mérito del libro no es solo empírico –que lo es–, sino también filosófico. No cae en la cómoda trampa del victimismo ni en la tecnocracia de las soluciones parciales. Lo suyo es una interpelación ética, al estilo de Simone Weil o Emmanuel Lévinas, para quienes la injusticia no es una categoría sociológica, sino una herida moral. Como escribía Weil en sus «Cuadernos», «el mal es lo que reduce al otro a objeto, lo que impide que su grito nos afecte». Desmond nos obliga a escuchar ese grito.

Angustia y precariedad

Así, a lo largo del libro desmantela el mito del «país de las oportunidades». La pobreza no es un estado pasivo, es un campo de batalla donde cada paso está tarifado. Quien no tiene cuenta bancaria paga por cobrar su salario. Quien no puede acceder al crédito formal cae en manos de prestamistas que cobran intereses usurarios. Quien no tiene coche no accede a un empleo digno. Quien no tiene casa no tiene dirección postal ni, por tanto, derechos. Y cuando la ayuda estatal llega suele hacerlo tarde, mal y con una burocracia asfixiante que disuade incluso al más necesitado. «El sistema solo funciona si hay un ejército de pobres listos para ser explotados», resume.

La tesis central de «Pobreza made in USA» recuerda a aquella frase lapidaria de Anatole France: «La ley, en su majestuosa igualdad, prohíbe por igual a ricos y pobres dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y robar pan»; la neutralidad institucional es una máscara. Desmond muestra cómo la economía estadounidense –y, en parte, también la europea– está diseñada para subsidiar el confort de las clases medias y altas, mientras impone a los pobres un coste vital que se traduce en angustia, precariedad y muerte prematura.

En un capítulo especialmente revelador analiza cómo los subsidios fiscales benefician a quienes menos los necesitan: 193.000 millones de dólares en ayudas a propietarios con rentas altas, frente a 53.000 millones en asistencia directa para familias pobres que viven de alquiler. La aritmética del privilegio es clara: el Estado cuida más a los acomodados que a los vulnerables. Como diría Walter Benjamin, «detrás de cada documento de cultura hay un documento de barbarie».

Pero el ensayo no se queda en la macroestructura. El autor desciende hasta la vida cotidiana, donde se libra la verdadera batalla, allí donde las decisiones se repiten con aparente normalidad –cómo vivimos, qué compramos, a qué escuela llevamos a nuestros hijos– se configura una cartografía de la exclusión. No basta con culpar al uno por ciento. Apunta a las clases medias educadas, a los progresistas que defienden políticas sociales pero rechazan que construyan viviendas públicas en sus barrios... «Quizá no estemos tan polarizados después de todo», ironiza. «Quizá por encima de cierto nivel de ingresos todos seamos segregacionistas».

Incitar a la transformación

Como ya hizo Barbara Ehrenreich, Desmond se infiltra en la estructura de lo cotidiano para mostrar la violencia sistémica que se camufla bajo la apariencia de neutralidad. Pero va más allá: no solo quiere retratar el horror, sino incitar a una transformación. Lo suyo no es mera denuncia, es una llamada a la acción. Esa acción se concreta en lo que denomina «abolicionismo de la pobreza». El término no es casual: como los abolicionistas del siglo XIX que combatieron la esclavitud, hoy falta una moral colectiva que rechace la pobreza no como un dato inevitable, sino como una injusticia intolerable. Para ello propone revisar los marcos mentales y fiscales que perpetúan la exclusión: desde la subida del salario mínimo y la sindicalización real hasta la desmercantilización de bienes básicos como la vivienda o la alimentación.

El ejemplo nórdico, y en especial el modelo noruego de vivienda subsidiada, sirve a Desmond para ilustrar que existen alternativas. «Podemos acabar con la pobreza si los más ricos simplemente pagan lo que deben», afirma. El cálculo no es utópico: con 177.000 millones de dólares –menos del 1 % del PIB estadounidense– se podrían cubrir las carencias básicas de toda la población vulnerable. Pero el problema no es financiero. Es político. Y, sobre todo, moral.

En este sentido, estas páginas no solo interpelan a EE UU. Son un espejo, incómodo y nítido, en el que Europa también debe mirarse. En España, la subida constante de los alquileres, la financiación de la vivienda, el aumento de los trabajadores pobres, la dificultad de acceso a servicios básicos, son síntomas de una deriva similar. No somos inmunes y, recordando a Michel Foucault, «la sociedad no reprime a los pobres: los produce». Hay libros que informan, otros que conmueven, algunos que indignan. Desmond logra los tres efectos, y además propone caminos. Frente a la comodidad del análisis exige una posición. Frente al cinismo, una respuesta. «La pobreza está ahí, en el periódico de la mañana, en nuestro viaje al trabajo, en nuestros parques públicos, arrastrándonos hacia abajo», advierte. Y concluye: «Incluso quienes están seguros con su dinero se sienten disminuidos por ella. La pobreza vulnera la prosperidad y convierte la abundancia en una forma de vacío».

«Nadie quiere mirar»

El sociólogo sabe que esta llamada a la conciencia será altamente incómoda. De hecho, admite que muchos se revolverán en sus asientos al leerlo: «La gente se mueve en sus sillas –escribe–, y algunos responden tratando de callarte, como las madres que reprenden a los niños cuando señalan algo que todos ven pero nadie quiere mirar». Esa es, tal vez, la mayor virtud del libro: no permite el autoengaño. Nos desnuda como sociedad, pero también como individuos. No solo nos pregunta qué mundo habitamos, sino qué mundo estamos dispuestos a seguir sosteniendo con nuestra indiferencia.

La obra no se limita a cuantificar el sufrimiento: lo humaniza y, en ese gesto, lo politiza –acaso porque todo sea política–. Como los grandes textos de denuncia que lo preceden –de Orwell a Ehrenreich, de Steinbeck a Coates–, su fuerza no reside en la acumulación de cifras, sino en la clarividencia moral con que las articula. Nos exige, sin alzar la voz, una transformación radical: de mirada, de conciencia y de acción. En tiempos de polarización estéril, nos devuelve a lo esencial: cómo convivimos con la injusticia, qué hacemos –o dejamos de hacer– para sostenerla. Desmond no pide lástima, ni reformas tibias. Demanda una conversión. Y nos recuerda, con eco casi bíblico, que lo contrario de la pobreza no es la riqueza, sino la justicia.