Lo que Bowers no vio de la Guerra Civil
Se recupera «Mi misión en España», las memorias del jefe de la diplomacia de Estados unidos en nuestro país durante la segunda república y los años de la contienda civil del 36
Claude G. Bowers (1878-1958) embajador de los EE.UU en España, presentó sus cartas credenciales ante el presidente de la Segunda República, Niceto Alcalá Zamora, el primero de junio de 1933 y el primero de marzo de 1939 fue llamado a Washington «para consultas».
Claude G. Bowers (1878-1958) embajador de los EE.UU en España, presentó sus cartas credenciales ante el presidente de la Segunda República, Niceto Alcalá Zamora, el primero de junio de 1933 y el primero de marzo de 1939 fue llamado a Washington «para consultas». Seis años pasó en Madrid –o, durante la Guerra Civil, en San Juan de Luz– como representante de Estados Unidos, seis años trágicos y trascendentales para España, desde mediada la Segunda República a los estertores de la guerra Civil. Seis años contemplando España desde un observatorio y unos contactos e informaciones privilegiados que se reflejan en su obra «My Mission to Spain» (1954), que se tradujo y editó en castellano por Grijalbo en México y, posteriormente, en España (1977). Hoy, 80 años después de la despedida del embajador, Arzalia lo reedita bajo el título «Mi Misión en España. En el umbral de la Segunda Guerra Mundial». A esta distancia de la época vivida, la lectura merece la pena. Está magníficamente escrita y se lee con agrado. Bowers llegó a Madrid con 55 años; no era un diplomático de carrera, sino un periodista con amplio recorrido, media docena de libros publicados y un modesto desempeño político en el Partido Demócrata. Como escritor baste decir que durante su época de embajador en España escribió dos libros («Jefferson in Power: The Death Struggle of the Federalists» y «The Spanish Adventures of Washington Irving») y hasta el final de su vida seis más, sacando tiempo de sus ocupaciones como embajador en Chile. En suma, 14 obras y escritos de toda índole.
Muy interesante es su visión amable de aquella España que trató de conocer en profundidad. No sabía castellano cuando llegó (lo aprendió, lo que le sería muy útil durante su embajada en Santiago de Chile), pero tenía amplios conocimientos sobre nuestra historia y cultura y una enorme curiosidad por conocer el país que trató de satisfacer desde su llegada: visita La Mancha, Córdoba, Sevilla ( «...no se la puede describir. Se la siente. Es la mujer con flores en los cabellos. Es la ciudad de Carmen...»). Descubre el norte: Burgos, Pamplona (asiste a una corrida de toros en San Fermín, con gran curiosidad después de haber leído «Fiesta», 1926, de Hemingway) y otra en Bilbao, con Domingo Ortega y Armillita Chico. En San Sebastián conoció a José Antonio Primo de Rivera, al que recordaría «siempre como lo vi la primera vez: joven, pueril, cortés, riendo y bailando aquella tarde en San Sebastián». Recorrió Santander, Gijón, Lugo, Santiago de Compostela, León, Valladolid, Barcelona, Valencia, Alicante, Málaga, Guadalajara, Toledo, Ávila... Todo le interesa, casi todo le encanta y todo lo relaciona con la historia, la cultura o sus peculiaridades. Ve las carreteras, tan denostadas por los extranjeros, comparables a las de su país y siempre halla los hoteles confortables, limpios y bien atendidos. Observa la pobreza, pero no se regodea en ella; le interesan las personas y le sorprende la buena educación y dignidad de los campesinos: «Pacientes, pintorescos, corteses, industriosos». Camino de Andalucía solicita información a un anciano: «Bronceado por el sol, con la piel arrugada de tanto exponerse a la intemperie (...) Con gesto de cortesía, se descubrió. Le miramos a los ojos y nos dimos cuenta de que, al descubrirse, lo hacía no como admisión de inferioridad, sino como corresponde a un caballero ante otro caballero». Aquel primer año asistió a debates en las Cortes, presenció sus primeras elecciones como embajador y conoció a numerosas personalidades de la Segunda República. Otro aspecto interesante: la visión de un intelectual experto en las entretelas políticas de su país, sobre el juego y ambiente políticos.
El hombre fuerte de España
El que más le impresionó fue Manuel Azaña, al que «The Times» calificaba como «el hombre fuerte de España». Le visitó aquel verano de 1933, poco antes de que abandonara la presidencia del Gobierno: «La personalidad de Azaña dominaba el salón. Me transmitió la impresión, no tanto de simpatía como de poder intelectual. Nada había en su apariencia que justificara la crueldad de las caricaturas que daban a su rostro un aspecto grosero que en absoluto poseía...» Tanto que le impresionó que en sus semblanzas de políticos le dedica seis páginas cuando a Alcalá Zamora, Lerroux, Gil Robles, Prieto, Maciá, Fernando de los Ríos, Madariaga o Negrín reduce el espacio a una o dos. El embajador era observador y calaba a sus interlocutores, aunque, a la par, solía ser generoso y endulzar sus juicios adversos.
Alcalá Zamora le parecía: «Abogado erudito con pasión por las polémicas, hábil, incuso brillante y convencido de su superioridad intelectual, tenía su buena dosis de vanidad (...) Se distinguía por una excepcional capacidad como gobernante y una memoria verdaderamente maravillosa». Visita a Lerroux tras su acceso a la presidencia del Gobierno, hallando su antedespacho lleno de gente variopinta y vocinglera: «Entonces conocí la diferencia entre Azaña y Lerroux: el uno era un estadista; el otro, un cacique (...) Sin embargo, sentado aquel día junto al viejo veterano, sentí la atracción de su personalidad. La madurez de los años le daba cierto aire de dignidad. Mirando a sus ojos centelleantes me pareció un jefe bondadoso y accesible...».
Bowers había llegado con la idea de que España se hallaba «al borde de la anarquía», pero en su recorrido por el país no halló desorden. Este aspecto es interesante porque muestra la naturaleza de sus informaciones a la Secretaría de Estado, en las que evidencia su simpatía hacia la República como su rechazo del nazismo y fascismo con amplias simpatías entre la derecha española. Sus prejuicios le hicieron minusvalorar la inquietud existente, porque los grandes disturbios de la primera época republicana (quema de un centenar de edificios religiosos y sucesos de Castilblanco, Zalamea de la Serena, Épila, Jeresa, Arnedo o Casas Viejas) habían sucedido antes de su llegada y, quizá, no percibió sus consecuencias en sus visitas. Sus ideas democráticas y pro republicanas no dejan duda de sus observaciones sobre la Revolución de Octubre de 1934. No discute los hechos, advirtiendo la organización socialista, el contrabando de armas, la secesión de Cataluña etc. Pero su condena cae al otro lado: «¡En las demostraciones a favor del Gobierno, Lerroux y sus ministros hicieron el saludo fascista! Los enemigos de la democracia no habían olvidado su convenir con Hitler y Mussolini». Por supuesto, eran falsos los descuartizamientos de sacerdotes y otras salvajadas publicados por periódicos conservadores, pero Bowers, que califica tales horrores como «propaganda de Göbbels en su forma más repugnante», no incluye que en octubre de 1934 fueron asesinados en Asturias 34 sacerdotes. De la situación conflictiva posterior a las elecciones de febrero de 1936 la responsabilidad corría a cargo de los perdedores, aunque admite cierta violencia en la izquierda, responsabilidad de sindicalistas, anarquistas y «muchachos».
El 18 de julio de 1936 sorprendió a Bowers en San Sebastián. Pese a sus reticencias de abandonar España se impuso la decisión de la Secretaría de Estado y a finales de julio trasladó la embajada a San Juan de Luz. Esta parte del libro es la de mayor trascendencia. Bowers estaba convencido de que el pronunciamiento militar había sido organizado por Berlín y Roma y una cosa es que Hitler y Mussolini dotaran a los sublevados de armas y otra que hubieran urdido la conspiración. Sus informes sobre la marcha de la guerra adolecen de precisión; curiosas son sus quejas sobre la fascistización de los diplomáticos extranjeros en San Juan de Luz; lo que sí tiene sumo interés para conocer los vericuetos por los que se movía la política estadounidense es su denodada lucha en favor de la venta de armas a la República y en contra de la política de «No intervención» sostenida contra viento y marea por Londres y París. Como consuelo de su fracaso, ya en Washington, a donde llegó cuando la resistencia de la República había concluido, tuvo el consuelo de que los responsables de la prohibición de la venta de armas a la república, con el presidente Franklin D. Roosevelt a la cabeza, le confesaran contritos: «Hemos cometido un error. Usted ha tenido razón en todo momento».