Los devaneos republicanos del rey Alfonso XII
El monarca era un entusiasta de la oratoria grandilocuente de Emilio Castellar
Creada:
Última actualización:
La noche del 4 de octubre de 1877 no fue una velada cualquiera. Aquel día se inauguraba la 28ª temporada en el Teatro Real y las más distinguidas damas de la renaciente monarquía lucían sus radiantes modelitos llegados de París.
La noche del 4 de octubre de 1877 no fue una velada cualquiera. Aquel día se inauguraba la 28ª temporada en el Teatro Real y las más distinguidas damas de la renaciente monarquía lucían sus radiantes modelitos llegados de París y sus complicados peinados, rematados en airones de plumas sujetos a la cabeza por una alhaja casi siempre de diamantes. Las más osadas vestían trajes verdes de grós de Nápoles con dos enaguas, la más larga de las cuales terminaba en un doblez adornado con estrellas de terciopelo negro en forma de ondas. Todo el cuerpo, sin faldetas, estaba recubierto de las mismas estrellas, igual que la parte superior de las mangas. Cuello y mangas de encaje, y el peinado de cinta verde con grandes caídas. Los caballeros, embutidos en sus grandes uniformes y negros fraques con los esmaltes y la pedrería propios de las condecoraciones, solían quejarse de esos airones a modo de cresta sobre las cabezas femeninas, que a duras penas les permitían ver un rincón de la escena o a lo sumo medio cuerpo de los artistas. Y lo cierto era que la función de aquella noche, anunciada a bombo y platillo en todos los periódicos, no merecía incordios ni distracciones. Alfonso XII ya había puesto de moda en la sociedad madrileña dos viejas costumbres adquiridas durante su estancia en el Theresianum de Viena: la adopción de las «teresianas», copia de los gorros que él llevaba en su adolescencia en aquel colegio; y las características «patillas alfonsinas» que el joven monarca había copiado de las que adornaban el rostro austero del emperador austríaco Francisco José. De esa misma guisa caería rendida la cantante de ópera Elena Sanz a sus regios pies. La fachada principal del teatro era ya el preludio del grandioso espectáculo que aguardaba a todos aquellos que franqueaban en sus carruajes, poco antes del comienzo, el pórtico de cinco arcos levantado sobre la Plaza de Oriente. Adornaban la fachada las estatuas de Talía, Euterpe, Melpómene y Terpsicore, hábiles relieves florales y alegóricos, y unos medallones con los retratos de Lope, Calderón, Mozart, Rossini, Garcilaso, Meléndez, Iriarte y Moratín; sobre el ático campeaban las armas reales entre el Genio y la Fama. En el interior, alumbrado con lámparas de gas, la llamada cazuela –galería alta o paraíso– ofrecía sus butacas de terciopelo rojo y sus palcos de damasco carmesí, separados por tabiques en forma de media luna.
Terciopelo rojo y blanco
Frente al escenario, en el primer piso, estaba el palco regio adornado con colgaduras de terciopelo rojo y blanco, y motivos dorados. Alfonso XII no había querido perderse por nada del mundo la representación de «La favorita», con su predilecta amante Elena Sanz, que le daría dos hijos ilegítimos, como cabeza de cartel junto al tenor Julián Gayarre. Paradojas de la Historia: el tenor roncalés que tantos aplausos regios arrancaba era en el fondo republicano y amigo del gran orador Emilio Castelar. ¿No era acaso asombroso que un republicano como Gayarre, contagiado por el ambiente prerrevolucionario de 1868, gozase de los favores de la corte? De él dijo el sacerdote y compositor musical Hilarión Eslava, en cuanto le oyó cantar, que era un «diamante» en bruto, brindándole enseguida su ayuda para que obtuviese una beca en el Conservatorio. El propio Gayarre reconocería luego: «Tanto periódico reaccionario leí al buen don Hilarión, que resulté liberal». Emilio Castelar escribió incluso una carta a Gayarre, que Julián Enciso, albacea testamentario del gran tenor, halló entre sus papeles privados, animándole a que firmase un nuevo contrato para actuar en el Real: «Querido Gayarre: Ayer estuve ahí para pedirle a usted con todo encarecimiento que firme la contrata presentada en blanco por el señor Michelena y se quede la próxima temporada entre nosotros. Se trata de un amigo y de un republicano como usted. Invoco para mi demanda mi amistad y hasta mi jefatura. No se declare usted en cantón y ofrézcanos elevar nuestras almas al arte inspirado y divino en alas de su voz sobrenatural. Su admirador, amigo y correligionario. Firmado: Emilio Castelar». Pero lo más llamativo de todo era que al propio Alfonso XII le entusiasmaba la oratoria grandilocuente de don Emilio. Hasta el punto de que un día, en una sobremesa, pidió que le leyesen uno de sus últimos discursos pronunciados en el Congreso. Algunos comensales se escandalizaron, porque en aquella pieza oratoria Castelar había atacado al monarca.
–Señor –advirtió uno–, ese discurso es una injuria a Vuestra Majestad.
–Bien –admitió el rey–. Pero es un discurso maravilloso.
Paradojas regias...