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Los eruditos también se divierten

Sebastián Moreno reúne en un libro las anécdotas más jugosas de la RAE

El escritor Francisco Ayala
El escritor Francisco Ayalalarazon

La Docta Casa, ésa que limpia, fija y da esplendor al español, rezuma tal intelectualidad que a veces olvidamos que sus miembros, los ilustres académicos, son seres humanos capaces de las mejores y más divertidas anécdotas. Porque nunca la erudición estuvo reñida con el humor. De hecho, en todo arranque cómico digno de mención reside un sentido de la ironía que las mentes más opacas raras ocasiones alcanzan. El escritor y periodista Sebastián Moreno ha encontrado una mina, precisamente, en la centenaria institución. De ahí su obra «La Academia se divierte» (La esfera de los Libros), donde recoge las anécdotas más jugosas de los académicos.

De todos es conocido el carácter «difícil» del Nobel Camilo José Cela. Pero, seguramente, muy pocos conozcan una de sus reivindicaciones a la Docta Casa. «El diccionario de la Real Academia ignora, por ejemplo, la voz "coño"y no registra ningún cultismo que designe el concepto a que se refiere la palabra proscrita, con lo que se da el despropósito de que el aparato reproductor externo de la mujer no tiene nombre oficial en castellano (la "vulva"del diccionario no es el "coño"del pueblo, sino tan sólo una parte de él)», escribió el gallego.

El que también reivindicó, aunque con poco éxito, fue Delibes, que no se consideraba un buen miembro de la Academia. «Creía que los académicos no le hacían mucho caso a sus aportaciones, generalmente nombres de pajarillos desconocidos que no recoge el diccionario y que sí son de uso común en ornitología: "Una vez llevé casi mil nombres de pájaros y no me hicieron ni caso"». García de la Concha, por su parte, tuvo que convencer a Gabriel García Márquez de que desistiera de su empeño de acabar con la ortografía: «Hay que jubilar la ortografía, terror del ser humano». Por fortuna, consiguió convencerle del disparate que proponía.

Son varios los que declinaron ingresar en la institución, como Juan Ramón Jiménez, que en tres ocasiones, en la monarquía, en la república y en el franquismo, rechazó el ofrecimiento. Otros optaron por no tomar posesión, muchas veces, por razones un tanto esotéricas. «Jacinto Benavente, premio Nobel de Literatura en 1922, fue elegido académico en 1912 y nunca tomó posesión a causa de su carácter supersticioso, según nos cuenta el filólogo y académico Pedro Álvarez de Miranda: "Benavente estaba convencido de que la Academia era gafe, que eso de la aureola de inmortalidad era al revés, que ser académico y leer el discurso aceleraba la llegada de la muerte».

José Zorrila, por su parte, estuvo a punto de tener problemas reales con la Justicia por culpa de un oficio en el que la ficción y realidad tienden a confundirse. Un cartero leyó una misiva dirigida al autor porque estaba abierta. Su contenido lo alarmó: «Querido José: soy de la opinión de que no debes envenenar al alcalde, bastará con un narcótico». A Zorrilla le costó mucho convencer a los alguaciles de que no hacía referencia al alcalde del pueblo, sino a uno de los personajes de su obra «El alcalde Ronquillo».

No faltan las anécdotas entrañables: «Menéndez Pidal, al cumplir los 99 años, enfermo, recibió una conmitiva de académicos en su casa que le llevaba un hueso del cráneo del Cid Campeador. Dicen que lo cogió, emocionado, en sus manos y lo besó». Humanos, al fin y al cabo, por intelectuales que sean.