Historia

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Los íberos y su extrema violencia

En su libro «Cabezas cortadas y cadáveres ultrajados», Francisco Gracia Alonso da cuenta de las prácticas decapitadoras del mundo ibérico.

Cráneo enclavado de Ullastret, Museo Arqueológico de Cataluña
Cráneo enclavado de Ullastret, Museo Arqueológico de Cataluñalarazon

En su libro «Cabezas cortadas y cadáveres ultrajados», Francisco Gracia Alonso da cuenta de las prácticas decapitadoras del mundo ibérico.

El historiador Diodoro Sículo relata cómo los mercenarios íberos al servicio de los cartagineses se dedicaron a seccionar las cabezas y las manos de sus enemigos tras la conquista de la ciudad siciliana de Selinunte el año 409 a. C., trofeos que no solo clavaron en el extremo de jabalinas y estacas, sino que también se ataron alrededor de la cintura durante la orgía de terror que siguió a la caída de la ciudad. Es interesante que en la cita, compilada a mediados del siglo I a. C., se indique que dichas prácticas de mutilación de los cadáveres correspondían a una costumbre común entre dicho pueblo, y no a una acción extraordinaria. En el caso de los celtíberos, alistados como mercenarios en las guerras entre estados desarrolladas en el Mediterráneo central, la tradición de cortar cabezas se encuentra muy documentada en las fíbulas de jinete y caballito y en los estándartes de los siglos III y II a. C., por lo que la cita podría englobar también a mercenarios del interior de la Península.

Las escasas representaciones de cabezas humanas en la cultura ibérica no están relacionadas con el concepto del héroe guerrero, sino con la idea apotropaica de protección en el descenso al mundo de ultratumba, como en los casos del León de Bienservida y el Oso de Porcuna, cuya garra situada sobre una cabeza en el extremo de un cipo rectangular se ha interpretado como una herma de origen griego. Aunque sus paralelos se han situado en el mundo infernal mediterráneo, al tratarse de fragmentos de conjuntos escultóricos, no puede descartarse que constituyeran una forma de representar el triunfo guerrero a partir de la interpretación de los leones como animales totémicos vinculados con estructuras políticas, gentilicias o clánicotribales más que a seres apotropaicos, aunque el análisis se restringe por la falta de contexto. Uno de los ejemplos más significativos de asociación entre cabeza cortada y poder se encuentra en el cipo escultórico de Coimbra del Barranco Ancho (Jumilla, Murcia), datado en la primera mitad del siglo IV a. C. En una de sus cuatro caras, que representa diversos estadios de la vida de un personaje con poder político-territorial, se le muestra a caballo y revestido de los emblemas de su poder, donde es significativo que el caballo –en una posición forzada respecto a la normal de la marcha– aplasta con sus patas un ave y una cabeza humana.

Las representaciones de cabezas humanas en el nordeste son muy escasas, destacan sobre todo el conjunto escultórico de Can Posatres (Sant Martí Sarroca, Barcelona) datado según su estilo, a falta de contexto estratigráfico, entre los siglos III y II a. C., en el que un personaje relevante se presentaría sentado –el mismo patrón que se identifica en el sur de la Galia, por ejemplo en Entremont– en un mueble/trono de prestigio en cuya ornamentación figuran cabezas de individuos difuntos. Sin embargo, la presencia de restos humanos, sobre todo de cráneos, es frecuente en los poblados del nordeste peninsular, tanto en estructuras de habitación y culto como en los silos, con cronologías que oscilan entre los siglos IV a. C. y II a. C. Conceptualmente opuesta a las prácticas funerarias, existen dos maneras de preservar los restos humanos: los cráneos completos que se exhiben en las fachadas de las viviendas o ante las puertas de acceso a los poblados, y los restos fragmentarios, en especial las mandíbulas, amortizadas ritualmente tanto en el ámbito doméstico bajo pavimento como en fosas.

La mejor muerte

Dichas representaciones deben considerarse heroizantes tanto para los vencedores como para los vencidos, según indica Silio Itálico tanto para los íberos como para los celtas la muerte en combate era la mejor muerte posible y constituía un sacrilegio que los cuerpos de los caídos en batalla fuesen incinerados, aunque la cremación/ incineración se establece como la práctica común del tratamiento post mortem de los cadáveres en las estructuras sociales y territoriales ibéricas. Estaba vinculada a las ideas de muerte y resurrección propias de las comunidades estatales y preestatales de la cuenca mediterránea durante la Protohistoria a partir del siglo IV a. C. y, en especial, en el siglo III a. C., cuando se define la separación entre cuerpo y alma en el momento de la muerte. Esto implicaba que el alma abandonaba el cadáver, lo que daba lugar a una concepción diferenciada respecto al tratamiento de los restos del difunto y la expresión de su espíritu, que podría ascender junto a los dioses sin necesidad tangible del cuerpo, que no de los restos puesto que sí se recogen y preservan en el interior de la urna cineraria. Sin embargo, a pesar de esto, en algunos casos, se recurría a la inhumación de los restos humanos por motivos puramente ideológicos.

El análisis de los rituales guerreros en el nordeste peninsular, con inclusión de la exposición ritual de cabezas cortadas y elementos de panoplia, sirve para variar la concepción interpretativa más asumida de las relaciones territoriales entre las estructuras sociopolíticas de la zona, alejándolas de los parámetros agrícolas y comerciales que la habían caracterizado hasta el presente, para mostrar con absoluta claridad una sociedad guerrera en la que las operaciones militares, los combates y la consecución de un ascendente entre estructuras político territoriales y tribales del nordeste peninsular tendrían que ser frecuentes tanto para definir límites territoriales como para obtener beneficios económicos. Consideramos que los conflictos bélicos a gran escala entre comunidades ibéricas serían una práctica habitual y estarían, por tanto, muy alejados de las interpretaciones restrictivas que han llevado a calificarlas como «de baja intensidad», y muy en especial de la idea que los conflictos tan solo se producirían como resultado de ataques puntuales llevados a cabo por las élites guerreras que ejercerían en las expediciones punitivas acciones para ganar prestigio y obtener botines a través del saqueo, una especie de guerras de represalia entre miembros destacados de linajes que arreglarían sus desavenencias entablando «guerras privadas» que podrían perpetuarse en una dinámica de venganza y represalia durante generaciones, aunque dicha interpretación debería explicar la forma en la que los sistemas territoriales asimilarían dichos enfrentamientos particulares sin que se viesen afectados por sus resultados. Un modelo propio de las sociedades que no han alcanzado el nivel estatal y en las que la violencia se entendería como un factor positivo de cohesión, sobre todo si se ejercía a costa de los grupos vecinos. O, lo que es lo mismo, la práctica de la violencia se entendería como una necesidad no ligada a la estricta supervivencia o como defensa, sino como un mecanismo de afirmación personal y de grupo.

Para saber más:

«Cabezas cortadas y cadáveres ultrajados»

Francisco Gracia Alonso

Desperta Ferro Ediciones

416 pp.

24,95 €