Historia

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Los Tercios del mar, naipes entre piojos y cerveza verde

La historiadora Magdalena de Pazzis Pi analiza en su nuevo libro la Historia de la primera Infantería de Marina española y de unos tercios que demostraron ser una de las tropas más combativas y preparadas de toda Europa

Pintura de Andrea Vicentino que representa la Batalla de Lepanto del 7 de octubre de 1571
Pintura de Andrea Vicentino que representa la Batalla de Lepanto del 7 de octubre de 1571larazon

España es un país abierto al mar y nuestra historia es rica en su relación con él, especialmente durante uno de sus periodos más apasionantes, el correspondiente a los siglos XVI y XVII cuando nuestro país se extendió territorial y culturalmente por medio mundo. «La posición hegemónica alcanzada por la Monarquía Hispánica y su despliegue auténticamente mundial la obligó a realizar un extraordinario esfuerzo para proteger y mantener sus posesiones, por lo que fue necesario crear un Ejército y una Armada que defendieran sus intereses», explica la profesora Magdalena de Pazzis Pi Corrales, prestigiosa historiadora naval, catedrática de Historia Moderna de la Universidad Complutense de Madrid, que ha publicado «Tercios del mar. Historia de la primera Infantería de Marina española» (La Esfera de los Libros), un muy documentado estudio que aborda la creación e historia de la primera infantería española, de los infantes embarcados en la Real Armada que con Carlos V y Felipe II fueron un instrumento eficaz en defensa de los intereses de la corona en varios continentes, frente a piratas y corsarios y ante algunas potencias europeas enemigas recelosas de su poder. Las tácticas de combate, las complejidad logística, el abastecimiento, las duras condiciones de vida en los barcos, alimentación, asistencia sanitaria, la vida religiosa, la convivencia en los navíos, cómo se afrontaba a bordo la batalla, el éxito y la derrota, o la muerte en la mar son algunos de los aspectos analizados en esta obra. Primero fueron los tercios de tierra y luego los del mar. «Hay una ordenanza de Génova de Carlos I que pone en marcha la creación de los llamados Tercios, el verdadero ejército en el que se reflejarán el resto de ejércitos europeos. Algo más tarde, en 1537 aparecen tropas que van de manera fija defendiendo la flota de Indias y todas aquellas operaciones desarrolladas en mares o ríos, tropas especiales que conviven con los marineros y hacen del barco una verdadera fortaleza flotante –explica de Pazzis–. Estos Tercios específicos del mar son la raíz de la posterior Infantería de Marina, originales y muy particulares de la Monarquía Hispánica, tan temidos como admirados en toda Europa –continúa la autora–. Sufren derrotas, pero también grandes éxitos. Por un lado, son prototipo del guerrero español, valiente y hombre de honor y, por otro, con muy mala prensa sobre su violencia, pero en ese ejército solo el 15% son españoles, los demás son mercenarios suizos, alemanes, italianos y algún inglés y francés al servicio de España, por eso hay que decir ejército hispánico, no español», afirma De Pazzis, que asegura que «hay mucha frivolidad sobre los tercios, aún con luces y sombras. Las rapiñas y tomas de botines no eran exclusivas de ellos, lo hacían todos los ejércitos, era el procedimiento habitual. Hay mucha leyenda, pero estos tercios se mantuvieron durante dos siglos y medio y eso sería por algo».

Salvaguardar las rutas marítimas y los distintos reinos y posesiones integrados en la Monarquía exigía una potente cobertura naval. La defensa de tantos escenarios requería un importante número de barcos de guerra acondicionados, pero organizar una Armada no era tarea fácil, era una empresa bastante costosa. Necesitaba marineros y soldados, abastecimiento, armas, cañones... «Primero el rey nombraba capitán general a un determinado almirante –explica la profesora–. Una vez nombrado se pone en marcha la maquinaria y se decide el número de barcos –150 o 200–, que serán de distinta procedencia. Las tripulaciones no estuvieron compuestas solamente por personas de vocación marinera o militar, se alistaba gente de todo pelaje, ladrones, aventureros, campesinos y hasta condenados por la justicia. Cuando no se conseguía completar la tripulación se recurría a las levas forzosas. En la variada tipología humana del personal embarcado –continúa– es preciso distinguir los hombres de mando (capitán, maestre, piloto...), la gente de cabo (de guerra, soldados y aventureros y de mar, marineros y artilleros) y la de remo, conocida como “chusma”, encargados de remar. Entre ellos los había de tres clases: voluntarios, que negociaban su servicio y sueldo; forzados o condenados por la justicia, los llamados galeotes, es decir, ladrones, blasfemos, desertores, vagabundos, malhechores; y, por último, los esclavos, cautivos turcos y berberiscos».

El embarque era lento, lo que hacía que las vituallas previstas para el mar se consumieran con antelación. La variopinta mezcolanza humana hacía sumamente difícil la convivencia, ya fueran soldados o marineros. Al alojamiento y estrechas condiciones del espacio se unían la falta de higiene, la escasa alimentación y la larga y tediosa espera en el mar. El hacinamiento y el hedor de los fletados durante meses lavados en el mejor de los casos con agua putrefacta resultaba insoportable, además de la compañía de otros «inquilinos»: pulgas, piojos, chinches, cucarachas, ratas y otros roedores. La falta de alimentos frescos se suplía con el elevado consumo de pan y bizcocho elaborado con harina de trigo más o menos entera. Junto a estos ingredientes, el vino, el agua y la cerveza, –una especie de fango verdoso porque se decía que «se mareaba» en el mar–. El resto de la dieta consistía en arroz, habas, garbanzos, tocino, pescado, queso, pasas y otras legumbres.

Luego estaban los largos días en el mar, con mucho tiempo libre antes de entrar en combate. Según la documentación investigada por De Pazzis, «la vida en un barco de guerra era compleja y había que consumir el tiempo y evitar el aburrimiento jugando a los naipes, ajedrez, carreras de animales, dardos, taba o juegos de azar. También pescaban, nadaban, representaban obras de teatro, participaban en ceremonias religiosas y, quienes sabían, leían libros piadosos, clásicos y novelas de caballería, aparte de recibir instrucción sobre las funciones que debían desempeñar en combate». Y apunta: «Resulta curiosa la forma de vivir la religiosidad a bordo, ya que pasaban muchas horas en el mar buscando apoyo y amparo espiritual ante las adversidades, de ahí la frecuente invocación a Dios, la Virgen y los santos y el consiguiente rezo antes de entrar en combate, en medio de una tormenta o en un naufragio. La presencia religiosa en los barcos significaba un consuelo habitual y recurrente. El capitán de infantería se encargaba de que sus soldados confesaran y comulgasen antes de embarcar».

Fiebre, disentería, peste

Otro elemento importante fueron las enfermedades. «Los males que padecieron los embarcados fueron más letales y mataron más lentamente que los proyectiles de la artillería. El mareo, las fiebres, la disentería, la peste, acompañados de malnutrición, infección de heridas y falta de remedios sanitarios adecuados, hicieron estragos. Se calcula que en las armadas existía un cirujano por cada 1.500 soldados y un médico por cada 9.000», señala la autora. La escasez de nutrientes por la mala alimentación, más la falta de higiene, generaba la propagación de enfermedades como el escorbuto –con caída de dientes o grandes hemorragias–, la peste bubónica, tifus, cólera o fiebre amarilla. Los métodos médicos para las heridas de guerra se resumían en la amputación, la cauterización con metal ardiendo, la aplicación de apósitos con grasas animales o la maceración con vino y aguardiente.

Una vez licenciados, la vida de los soldados era difícil: «Vuelven a su casa una vez acabadas sus campañas en condiciones míseras, ni enriquecidos, ni habiendo ascendido en la jerarquía militar. Muchos se apoyan entre sí o apelan a instituciones de beneficencia o religiosas buscando amparo y protección porque el rey no los compensa aparte del sueldo que se les daba mal, tarde y, a veces, nunca», lamenta De Pazzis. «Los tercios acabaron porque las circunstancias políticas y económicas con las que se crearon no eran las mismas, ya no son la respuesta a lo que la Monarquía necesita pero, con sus sombras y luces, habían sido la punta de lanza de un fabuloso ejército que estuvo durante dos siglos y medio en auge». Atrás quedaban gestas históricas de la Marina española como la jornada de Argel (1541), Gravelinas (1558), el asedio de Malta (1565), Lepanto (1571), las campañas de las Azores (1583 y 1583) y la Gran Armada (1588), entre otras. Y concluye: «Así se despidieron quienes habían dedicado su vida al combate en los campos de guerra europeos, dando lo mejor de sí por su patria y su rey, además de su honor».

Carne de literatura

Muchos genios de nuestro Siglo de Oro participaron de la vida militar por honor, reputación o convicción de servicio a la patria. En muchos casos desplegaron tanto arrojo con la espada como valor con su pluma. Cervantes, Garcilaso, Lope de Vega, Quevedo y Calderón de la Barca fueron soldados que defendieron su lealtad al rey. «Los historiadores los llamamos “escritores militares” –explica De Pazzis–, porque combaten por su país y nos conceden el privilegio de darnos su testimonio de primera mano. Todos orgullosos de servir a la Monarquía, como Cervantes, que cuando sale victorioso en Lepanto lleva una recomendación de Juan de Austria de regreso a Madrid».

100 hombres y un capitán

El tercio se dividía en distintas compañías, doce en la teoría, y en cada barco iban unos cien hombres bajo el mando de un capitán de la galera, un sargento mayor encargado de la formación y adiestramiento de la tropa y un furriel para el suministro. Los soldados se armaban con arcabuz, espada y dagas, y en los abordajes también usaban corazas y picas. Los cabos se ocupaban de la limpieza y el mantenimiento de esas armas, colocando centinelas que eran relevados cada tres horas.